|
OPINION
Buenas
y antiguas
Por
J. M. Pasquini Durán
La oración cristiana
favorita de Jorge Novak, obispo de Quilmes, en su tramo final dice: Salva
a los oprimidos, ten piedad de los pequeños, levanta a los que
han caído, muéstrate a los necesitados, cura a los enfermos,
recoge a los que de tu pueblo se han extraviado, alimenta a los que tienen
hambre, libera a nuestros prisioneros, endereza a los débiles,
conforta a los pusilánimes. A la vista de la realidad cotidiana,
la oración parece dedicada a la actualidad, con la inspiración
de la opción por los pobres que fundamentó a
la Teología de la Liberación. Sin embargo, tiene casi dos
milenios de antigüedad: el papa Clemente Romano sería el autor,
antes del año 100.
Sucede que las buenas ideas, lo mismo que los nobles propósitos,
son tan antiguas como las esperanzas de redención de los humanos.
Se las puede encontrar en cada momento transitivo de las sucesivas civilizaciones,
con autores y culturas diferentes. Las proposiciones de Voltaire o de
Carlos Marx, por citar a dos entre tantos, están cuajadas de buenas
ideas. Algunas se realizaron, otras fueron descartadas por el tiempo o
están en suspenso, esperando que llegue su momento propicio. De
todas esas experiencias, motivo de tantas controversias hasta el día
de hoy no importa cuál sea su antigüedad, emerge una conclusión
casi indiscutible: la cualidad bondadosa de las ideas no garantiza su
imposición triunfal. Más bien el balance es deficitario,
ya que de otro modo el mundo no seguiría sufriendo desequilibrios
profundos y aberrantes injusticias.
Con esas evidencias sobre la mesa, en la transición del siglo XX
al actual surgieron algunas malas ideas que descalifican los discursos
redentores y auspician, en su reemplazo, un pragmatismo resignado que
detiene a la historia en un presente perpetuo, como si fuera un tren que
arribó a la estación terminal. Ese pensamiento tampoco aporta
novedad, porque cada época contuvo tendencias similares, pero la
fuerza de penetración que logró en esta época se
debe, quizás, a su capacidad de presentarse como una buena idea
o, por lo menos, la mejor posible. Para eso, su principal esfuerzo retórico
no consiste en negar la bondad implícita en otras ideas, sino en
atribuirle un carácter de exagerado romanticismo platónico
que las vuelve estériles para engendrar realidades nuevas.
Hay algo de auténtico en el argumento, porque toda buena idea requiere
de cierto voluntarismo, fácil de confundir con la ensoñación
estéril, que debe negar la realidad tal como se presenta para cambiarla
por otra mejor. Sin renegar del modelo o los valores establecidos, no
hay idea posible de progreso, que no llega nunca por fatalismo histórico
o puro azar. La materia prima de una buena idea, en cualquier campo, es
la expectativa abierta a la esperanza de un futuro distinto y generoso.
De ese modo, el hombre pasó de la caverna al espacio cibernético
y a la exploración del universo. Nunca se resignó a detener
la historia en vías muertas. Y ésa sigue siendo la mejor
idea de todas, la madre eterna de las buenas ideas.
arriba
|