Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Las/12

volver


Hacer memoria

La avanzada racista que está esparcida en el sentido común argentino generó nuevos mecanismos, tanto de ataque como de defensa. Uno de estos últimos se implementó en algunas escuelas, a instancia de docentes y de historiadores porteños que invitaron a los chicos a recordar sus orígenes.

Por Sergio Kiernan

En la década del 90 tuvimos una buena idea: asumir que los argentinos, como todo el resto de las tribus del mundo, tenemos un problema de intolerancia. Por muchos años, este problema –como la homofobia, el machismo, el abuso infantil– quedó tapado por las urgencias políticas de un país apretado por los militares. Parecía frívolo hablar de racismo cuando no se podía ni votar al intendente, resultaba imposible hacer algo al respecto cuando se torturaba y secuestraba.
Hablar de prejuicios es sano. Es comenzar a ver que somos capaces de ser victimarios y no sólo víctimas, como nos acostumbramos a sentirnos y como muchos siguen sintiéndose. En este país que lucha por salir del tercer mundo, en este país sin importancia que es llevado como el viento por los procesos que protagonizan las potencias y donde tantos se sienten nada, es posible encontrar alguien más indefenso que nosotros, y pisarlo.
Argentina tiene sus wetbacks, que no cruzaron el río Grande con sus hijos a cuestas pero llegaron a una Buenos Aires que está tan lejos en el espacio y el tiempo de Bolivia o Perú como lo está Chihuahua de Los Angeles. Hay un morboso sentido de la superioridad que se despierta en unos cuantos al encarar al inmigrante pobretón y morocho: sentirse por un minuto dueño de algo deseable, dejar de ser el último orejón del tarro, ser como un gringo, tener más que el otro. Si la pregunta que le quisiéramos hacer al raro residente europeo o norteamericano es “¿por qué se te ocurrió quedarte acá?”, la pregunta que le hacemos al inmigrante latinoamericano es “¿por qué voy a dejarte quedar acá?.”
Dividirse en colonias, como las amebas, es una pulsión humana. Recorrer los odios étnicos del mundo es encontrarse con grupos que detestan violentamente a otros grupos que, de lejos, resultan indistinguibles: baluchistanes que asesinan pashtunes, serbios que queman croatas, tutsis que masacran hutus, etíopes que guerrean duramente contra somalíes. En fin: una Babel de idiomas incomprensibles, de historias ignotas, de gente que se mata a machetazos por un pasado que es una nota al pie y a nadie le importa.
Lo que demuestra que el racismo no es una realidad objetiva sino una construcción cultural. En el caso argentino, la discriminación y el prejuicio reflejan fielmente la doble fuente de la población: el antisemitismo importado de Europa, el desprecio al indígena heredado de la Conquista. Diecisiete años de democracia no sólo crearon conciencia de esta mala leche argentina: también crearon mecanismos nuevos, tanto de defensa como de ataque. La derecha autoritaria nunca se había molestado en convencer, reclutar, juntar voluntades. Cuando quería el poder, lo tomaba por la fuerza. Cerrada esta opción, se articula en movimientos de opinión. Esto puede cambiar la única nota fresca que existe en el panorama del racismo argentino: su falta de peso político. Al contrario de Estados Unidos o Europa, donde el racismo sirvió y sirve para juntar votos y crear partidos, Argentina nunca había salido del prejuicio difuso, personal. Daniel Hadad, entre otros, parece haber descubierto este nicho vacante y estar dispuesto a explotarlo. El inmigrante “ilegal”, invariablemente morocho y latinoamericano, asoma como argumento de campaña de esta derecha interesada en los temas sociales, en travestis y manos duras, que “defiende” desde el populismo el “trabajo argentino”.
La iniciativa derechista refleja en paralelo la aparición de un nuevo sentido común que acepta por fin que hay racismo y lo ve como una amenaza a nuestra misma cohesión como sociedad. Que Argentina tenga una ley antidiscriminatoria que se está mostrando apta y sensata, que el senador que la promovió sea ahora el Presidente, que los jueces la acepten, que ONGs y ciudadanos particulares promuevan demandas usándola, es una muestra de los anticuerpos sociales.
En este contexto, un grupo de historiadores de la Facultad de Filosofía y Letras y docentes de seis escuelas primarias y dos secundarias de la Zona de Acción Prioritaria, el área porteña donde se concentran las escuelas con más inmigrantes, realizaron un proyecto de historia oral entre los chicos. El proyecto fue simple: los pibes entrevistaron a sus padres y sus abuelos, reconstruyeron la historia de su llegada al país, sus desvelos, sus choques con la realidad, sus alegrías. Se encontraron, asombrados, con que eran algo más que “negritos”, raros de nacimiento y distintos por portación de cara. Descubrieron que tenían un pasado, una herencia. El proyecto les devolvió un poquito de su historia y de su dignidad como personas. No es poco: bien por los docentes.

arriba