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Hacer
memoria
La
avanzada racista que está esparcida en el sentido común
argentino generó nuevos mecanismos, tanto de ataque como de defensa.
Uno de estos últimos se implementó en algunas escuelas,
a instancia de docentes y de historiadores porteños que invitaron
a los chicos a recordar sus orígenes.
Por
Sergio Kiernan
En
la década del 90 tuvimos una buena idea: asumir que los argentinos,
como todo el resto de las tribus del mundo, tenemos un problema de intolerancia.
Por muchos años, este problema como la homofobia, el machismo,
el abuso infantil quedó tapado por las urgencias políticas
de un país apretado por los militares. Parecía frívolo
hablar de racismo cuando no se podía ni votar al intendente, resultaba
imposible hacer algo al respecto cuando se torturaba y secuestraba.
Hablar de prejuicios es sano. Es comenzar a ver que somos capaces de ser
victimarios y no sólo víctimas, como nos acostumbramos a
sentirnos y como muchos siguen sintiéndose. En este país
que lucha por salir del tercer mundo, en este país sin importancia
que es llevado como el viento por los procesos que protagonizan las potencias
y donde tantos se sienten nada, es posible encontrar alguien más
indefenso que nosotros, y pisarlo.
Argentina tiene sus wetbacks, que no cruzaron el río Grande con
sus hijos a cuestas pero llegaron a una Buenos Aires que está tan
lejos en el espacio y el tiempo de Bolivia o Perú como lo está
Chihuahua de Los Angeles. Hay un morboso sentido de la superioridad que
se despierta en unos cuantos al encarar al inmigrante pobretón
y morocho: sentirse por un minuto dueño de algo deseable, dejar
de ser el último orejón del tarro, ser como un gringo, tener
más que el otro. Si la pregunta que le quisiéramos hacer
al raro residente europeo o norteamericano es ¿por qué
se te ocurrió quedarte acá?, la pregunta que le hacemos
al inmigrante latinoamericano es ¿por qué voy a dejarte
quedar acá?.
Dividirse en colonias, como las amebas, es una pulsión humana.
Recorrer los odios étnicos del mundo es encontrarse con grupos
que detestan violentamente a otros grupos que, de lejos, resultan indistinguibles:
baluchistanes que asesinan pashtunes, serbios que queman croatas, tutsis
que masacran hutus, etíopes que guerrean duramente contra somalíes.
En fin: una Babel de idiomas incomprensibles, de historias ignotas, de
gente que se mata a machetazos por un pasado que es una nota al pie y
a nadie le importa.
Lo que demuestra que el racismo no es una realidad objetiva sino una construcción
cultural. En el caso argentino, la discriminación y el prejuicio
reflejan fielmente la doble fuente de la población: el antisemitismo
importado de Europa, el desprecio al indígena heredado de la Conquista.
Diecisiete años de democracia no sólo crearon conciencia
de esta mala leche argentina: también crearon mecanismos nuevos,
tanto de defensa como de ataque. La derecha autoritaria nunca se había
molestado en convencer, reclutar, juntar voluntades. Cuando quería
el poder, lo tomaba por la fuerza. Cerrada esta opción, se articula
en movimientos de opinión. Esto puede cambiar la única nota
fresca que existe en el panorama del racismo argentino: su falta de peso
político. Al contrario de Estados Unidos o Europa, donde el racismo
sirvió y sirve para juntar votos y crear partidos, Argentina nunca
había salido del prejuicio difuso, personal. Daniel Hadad, entre
otros, parece haber descubierto este nicho vacante y estar dispuesto a
explotarlo. El inmigrante ilegal, invariablemente morocho
y latinoamericano, asoma como argumento de campaña de esta derecha
interesada en los temas sociales, en travestis y manos duras, que defiende
desde el populismo el trabajo argentino.
La iniciativa derechista refleja en paralelo la aparición de un
nuevo sentido común que acepta por fin que hay racismo y lo ve
como una amenaza a nuestra misma cohesión como sociedad. Que Argentina
tenga una ley antidiscriminatoria que se está mostrando apta y
sensata, que el senador que la promovió sea ahora el Presidente,
que los jueces la acepten, que ONGs y ciudadanos particulares promuevan
demandas usándola, es una muestra de los anticuerpos sociales.
En este contexto, un grupo de historiadores de la Facultad de Filosofía
y Letras y docentes de seis escuelas primarias y dos secundarias de la
Zona de Acción Prioritaria, el área porteña donde
se concentran las escuelas con más inmigrantes, realizaron un proyecto
de historia oral entre los chicos. El proyecto fue simple: los pibes entrevistaron
a sus padres y sus abuelos, reconstruyeron la historia de su llegada al
país, sus desvelos, sus choques con la realidad, sus alegrías.
Se encontraron, asombrados, con que eran algo más que negritos,
raros de nacimiento y distintos por portación de cara. Descubrieron
que tenían un pasado, una herencia. El proyecto les devolvió
un poquito de su historia y de su dignidad como personas. No es poco:
bien por los docentes.
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