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OPINION

El espejo de Marcos

Por Susana Viau

Marcos Castagno no imaginó cuántas cosas iban a quedar al desnudo con su idea. La de contarle al director del colegio de Las Varillas que había sido premiado por la Fundación Motorola como
estudiante del siglo por haber construido una máquina expendedora de café inteligente, oyente y parlante. El ingenio tenía, además, un mapa de la ciudad donde estaba instalada. Indicándole el punto de partida y el punto de llegada, señalaba el recorrido más corto y el transporte a tomar. La noticia de su triunfo llegó al intendente de Las Varillas, de ahí al Poder Legislativo, subió hasta el Ejecutivo provincial y José Manuel de la Sota recibió a Marcos Castagno. Sólo la casualidad impidió que el propio presidente de la Nación se hiciera un lugarcito para él.
Los diarios y la televisión se hicieron eco del logro. Notas por aquí, entrevistas por allá, Marcos y su premio estaban en las radios, en los diarios, en la televisión. Estaba en olor de multitud. Pero íbamos a disfrutar poco del héroe local: la Fundación Motorola le otorgaba una beca de dos años en Japón. Sin embargo, para sorpresa de todos, Marcos se fue y volvió. En San Pablo, dijo, un grupo de la Yakuza –Marcos no dijo la Yakuza sino “hombres de apariencia japonesa”–, en un número impresionante, 15 o 20 hampones, lo interceptó en un baño del aeropuerto y lo obligó a entregar su tesoro, a soltar el código secreto de la expendedora de café. La
ingeniería de la historia había empezado a complicarse y Marcos confesó. No había máquina, ni café, ni Fundación Motorola, ni premio, ni beca, ni nada. Los medios y los políticos salvaron el papelón a su manera: callando, olvidándolo con la misma prontitud con
que lo habían proyectado a la fama. El asunto se desvaneció en el aire.
Ocurre que a Marcos Castagno, el fabricante de humo, le faltó resto. No se animó a sacarle a la verdad el mismo jugo que le había sacado a la mentira, descubriendo la clave del engaño: la sed de éxito de los otros, ese fogonazo enceguecedor de un premio internacional que dejaba en tinieblas la soberana estupidez de la expendedora parlante.
El gran embustero, en su inocencia, tampoco advirtió que, en realidad, su auténtico invento era ese extraordinario cuento cordobés que echaba luz sobre la tontería humana. Marcos había tenido la feliz idea de dibujar un espejo y mostrarnos, tal como somos.

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