Adiós
a las armas
Hoy resulta
impensable que un militar, y no un economista, sea quien conduzca el destino
del país. Hay tanto para despotricar contra los economistas, que a veces
se pasa por alto esa buena noticia.
Por James
Neilson
En el curso de
una arenga en que, entre otras cosas, felicitó a los obispos por
haber criticado con dureza inusitada el desempeño de los políticos
civiles en el pasado reciente, el presidente Ricardo Brinzoni dijo que
a pesar del riesgo país la Argentina seguiría
avanzando con paso firme por el camino que la llevaría indefectiblemente
a la grandeza... ¿El presidente Brinzoni? El que sea tan surrealista
la idea de que fuera el jefe del Ejército y no un economista hiperactivo
el hombre indicado para salvar al país de una crisis que, según
Chacho Alvarez, el clero, miles de pensadores de procedencia diversa y,
de más está decirlo, los mercados es terminal,
nos dice mucho sobre la magnitud del cambio que la Argentina ha experimentado
en los años últimos. Por cierto, cuando Página/12
salió por primera vez no parecía del todo extravagante sospechar
que el sucesor de Raúl Alfonsín podría ser un general.
Aunque las Fuerzas Armadas ya no constituían un factor de
poder decisivo, era legítimo suponer que ni bien se recuperaran
de la ignominia que les había significado el Proceso,
reasumirían su papel tradicional de garantía del orden y
de reserva moral de la Nación y que, como siempre había
ocurrido, buena parte de la población, horrorizada por la inoperancia
de los políticos civiles, estaría más
que dispuesta a cohonestar sus pretensiones.
Por eso de que el que no llora no mama, etc., y también por los
efectos psicológicos demoledores de la desocupación masiva,
es natural que muchos brinden la impresión de dar por descontado
que a partir de una fecha no tan lejana todo se ha deteriorado, pero en
muchos sentidos el país ha evolucionado de forma muy positiva.
De los cambios que se han producido, el más provechoso ha sido
con toda seguridad el supuesto por el retorno presuntamente permanente
de los militares a sus cuarteles. Si bien muchos uniformados se las han
arreglado para involucrarse en escándalos y el compromiso de algunos
con la democracia es decir, con el Estado de derecho dista
de ser muy fuerte, la capacidad actual de la corporación para proteger
a sus integrantes es comparable con aquélla de un sindicato o un
partido político cualquiera.
Aunque el derrumbe del partido militar fue precipitado por
el fracaso del régimen de Jorge Rafael Videla y por la derrota
en la guerra de las Malvinas, sería claramente un error atribuirlo
nada más que a las peripecias de la vida nacional. Después
de todo, en el resto de América latina sus camaradas compartieron
el mismo destino.Es que la desmilitarización de la política
argentina a principios de los años 80 fue otro síntoma
de la pérdida de interés en las soluciones autoritarias
de todo tipo, sean derechistas, izquierdistas o, como a menudo fue el
caso aquí, una mezcla sui generis de las recetas disponibles, que
también puso fin al sueño comunista y a la Unión
Soviética. Aunque algunos nostálgicos siguen fantaseando
en torno de grandes soluciones integrales, su influencia es
escasa. Por ahora, cuando menos, no hay ningún Hugo Chávez
en el horizonte argentino; si hay un antipolítico, éste
es el cura Luis Farinello, no un matón uniformado. Puesto que la
mayoría se ha habituado a tomar lo que sucede en el Primer Mundo
por normal y las vicisitudes de otros países por episodios
anecdóticos sin sentido real, pocos han prestado mucha atención
a las consecuencias de la desmilitarización de la política
de la país. Merecen ser investigadas: con escasas excepciones,
tanto los dirigentes como los intelectuales se formaron en
un mundo en el que la alternativa castrense era considerada tan normal
como sería en Europa la llegada al poder de un partido conservador
o socialista. Esta realidad agradable para algunos mientras duró,
antipática para los demás incidió profundamente
en las ideas, las actitudes y el lenguaje de los hombres y mujeres que
conforman la clase política nacional. Sin tomar en
cuenta las distorsiones que fueron provocadas por la división de
los líderes entre militares y civiles,
sería difícil comprender la retórica de muchos prohombres,
entre ellos Raúl Alfonsín, que siguen hablando como si aún
se enfrentaran con una dictadura de legitimidad dudosa.
Por ser cuestión de una tradición política bastante
vergonzosa, los más prefieren tratar al largamente consensuado
protagonismo militar como una aberración, una anomalía absurda,
pero, nos guste reconocerlo o no, la crisis política actual tuvo
sus raíces en aquel modelo predemocrático y
es legítimo imputar el desconcierto que sienten tantos dirigentes
frente a la fase actual de la transición a la ausencia
de la alternativa clásica que, ayer no más, les hubiera
ahorrado el deber ingrato de comprometerse plenamente con medidas a su
entender dolorosas, para no decir antipopulares, pero que mal que les
pese serán claramente necesarias para evitar males todavía
mayores.
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