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Buenos Aires no duerme Fueron tres meses de agitación porteña: todos los interesados salieron a la calle a decir lo suyo mientras la Legislatura debatía el nuevo Código de Convivencia. Un debate sexual-moral se instaló en la ciudad, mientras la Policía Federal se aferraba con uñas y dientes a sus edictos. Por Alan Pauls La
fiesta duró tres meses: desde la noche del 9 de marzo (cuando se
aprobó por unanimidad el Código de Convivencia que ponía
fin a los edictos policiales en Buenos Aires) hasta el 2 de julio (cuando
los mismos legisladores que lo habían aprobado dieron marcha atrás
y reintrodujeron las variables represivas que el Código se
suponía venía a abolir). El otoño porteño,
tradicionalmente lluvioso, mezquino y recatado, se convirtió de
golpe en una primavera desenfrenada. Palermo Viejo, Flores y Constitución
fueron los epicentros álgidos del fenómeno, pero la efervescencia
se apoderó de toda la ciudad e involucró en su vértigo
a todas sus instituciones. Era época escolar, pero ya en pleno
marzo, mientras las blancas palomitas arrastraban hacia las aulas sus
pequeños pies corrompidos por las vacaciones, los precios de los
útiles y manuales, los nombres y los peinados de las maestras,
la catástrofe general de la educación pública y todos
los tópicos afines que suelen monopolizar esos días, fueron
bruscamente desalojados por una agenda que parecía diseñada
por Satanás: putas, travestis, sexo en la vía pública,
zonas rojas. Buenos Aires ya no era una ciudad apta para todo público
el escenario, digamos, de Jacinta Pichimahuida
sino una ciudad condicionada, triple equis, entregada con inusitado fervor
a debatir a qué distancia de la puerta de calle de una casa de
familia podía un travesti satisfacer a sus clientes más
urgidos sin transgredir la ley y otros detalles especialmente picantes
de la vida sexual y moral de los ciudadanos porteños. Y lo más
notable de todo era que ese estado de pornodeliberación general
no era efecto de una película desbocada (estrenada tiempo después,
Romance, de Catherine Breillat, que incluía un par de irreprochables
erecciones del gran Rocco Siffredi, pasó sin pena ni gloria), ni
de un evento cultural con veleidades provocativas (como los festivales
de arte erótico que solía celebrar Babilonia), ni siquiera
de una iniciativa sectorial controvertida (como esos megacongresos de
putas que figuran en las guías turísticas de Amsterdam).
No: si Buenos Aires era un foro masivo de polémicas sexuales y
morales, la culpa la tenía una instancia del poder público
la Legislatura de la Ciudad por la que nadie interesado en
expandir su cabeza, animarse un poco la vida y revisar su disco duro de
moral y buenas costumbres hubiera dado diez centavos.
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