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El mundo
Las buenas nuevas
de ayer
 

El fin de la Guerra Fría, los acuerdos de Oslo entre israelíes y palestinos o el arresto de Augusto Pinochet en Londres fueron algunas de las grandes buenas noticias internacionales de los últimos años. Pero no todo lo que relucía era oro.

Por Claudio Uriarte

Un lector que hace 14 años hubiera abierto las páginas internacionales de este diario y se hubiera encontrado con noticias tales como el fin de la Guerra Fría, la globalización, los acuerdos de Oslo entre israelíes y palestinos o el arresto de Augusto Pinochet en Londres habría estado plenamente justificado en pensar que se trataba de una típica edición del 28 de diciembre, con todo el perverso sadismo de los chascos del Día de los Inocentes, que suelen entregar una noticia tan anhelada como improbable, del estilo de “ganaste la lotería”, o “Cameron Diaz está enamorada de vos”. La novedad es que el chiste se consumó, aunque no en el plazo de un día sino de 14 años. Y con un agregado cruel: que la mentira no fue tal. Vale decir: todas esas buenas nuevas, que en su momento parecieron señalar el inicio de una nueva era general de progreso, se han cumplido, pero hoy se evocan tras un velo de decepción.
La liquidación de la Guerra Fría iba a posibilitar un mundo crecientemente pacífico. Ocurrió lo opuesto: las contradicciones reprimidas por la disciplina del orden bipolar estallaron en la forma de múltiples guerras (Irak, Yugoslavia, Chechenia), limpiezas étnicas y erupciones separatistas (Yugoslavia, Ruanda, Cáucaso, Indonesia), escaladas armamentistas (India-Pakistán, Irán-Afganistán, China-Taiwan, EE.UU. contra el resto del mundo), o terrorismo en una escala inusitada (Japón, EE.UU., Kenia, Tanzania). Con la globalización pasó algo parecido: iba a iniciar una nueva era de prosperidad universal, basada en el libre comercio y en las nuevas tecnologías de la información, y orientada por la racionalidad del interés económico común. La experiencia aniquiló esa ilusión: la prosperidad fue arbitrada desigual e irracionalmente según los intereses de los jugadores más poderosos; la dependencia de las economías nacionales del humor de los mercados convirtió a las crisis de México en 1994, del sudeste asiático en 1997 y de Rusia en 1998 en cataclismos globales, mientras el propio impulso globalizador de los países dominantes generaba su contradicción interna en la forma de dos reacciones simétricas: desde la derecha, el nuevo racismo xenofóbico, antiinmigrante y violento (como en Alemania, Austria, España, Francia e Italia); desde la izquierda, un ambiguo anticapitalismo testimonial en que se mezclan proteccionismo sindical, nacionalismo cultural y rebelión antisistema estudiantil de clase media.
Las supersticiones del fin de las guerras y de prosperidad de mercado se sincretizaron en Medio Oriente en los acuerdos de Oslo entre israelíes y palestinos en 1994, basados en la conjetura de que la terminación de la Unión Soviética y la conveniencia de consumir en vez de pelear y morir llevarían a un entendimiento. Otra vez, la realidad no fue tan razonable: un fundamentalista israelí nada irrepresentativo mató a Yitzhak Rabin en 1995; cinco años después, Yasser Arafat rechazó la mejor paz que podía lograr de Israel y lanzó a su pueblo a una masacre.
El arresto de Pinochet en Londres por orden de un juez español en 1998 alentó la ilusión de una “globalización de la Justicia”. El precedente fue inequívocamente positivo contra la impunidad dictatorial, pero su hiperbólica magnificación interpretativa no se verificó: la medida fue contra un ex dictador ya impotente, y nadie soñó con replicarla contra otro en ejercicio; constituyó el resultado de la ley del más fuerte (España y Gran Bretaña) y no de una ley internacional consensuada: nadie puede imaginarse –por caso– a un juez chileno ordenando el arresto extraterritorial de un español sospechado por la represión ilegal de los GAL contra la ETA, o de un inglés acusado de torturas en el Ulster.
Cualquier adulto sabe que la superación de un problema sólo plantea otro más complejo. Y, en la hobbesiana ley de la selva de las relaciones internacionales, esto es todavía más así. Interpretando hegelianamente, cada buena nueva trae dentro a su impredecible opuesta: la buena noticia de hoy puede volverse la mala de mañana, o la ilusión que evocaremos como el mero futuro de ayer. No obstante, y gracias al mismo principio de incertidumbre que moviliza su despliegue significativo, también puede devenir el tosco e imperfecto anuncio de un futuro mejor: “Qué enfermo parece todo lo que nace”, como escribió el poeta Georg Trakl.

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