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El futuro era la televisión

La explosión de la TV por cable fue uno de los fenómenos tecnológicos más importantes. Cambió hábitos y costumbres. Hoy hay pantalla para todos los gustos.

Por Carlos Polimeni

No existían ni Internet ni los teléfonos celulares. No existían ni el compact disc ni el fax. No existía la agenda electrónica. En 1987, cuando Página/12 salió a la calle, la redacción era un estruendo de máquinas de escribir, y una asamblea por los derechos de las palomas a poner huevos en las ventanas del edificio podía durar horas. Nadie decía fashion o cool ni había campañas contra el consumo de tabaco. La palabra trucho había empezado a incorporarse al lenguaje de todos. El siglo XXI quedaba muy lejos y todos los años aparecía un diario nuevo, que prometía verdades e investigaciones especiales a rolete. No existían los shoppings e ir al cine equivalía oler a pis de gato. “La” película del año era Hombre mirando al sudeste. Faltaba un poco para el auge de los videoclubes y el paddle, y las Pascuas no eran exactamente felices. En la cámara lenta del recuerdo, las cosas eran aceleradas, pero sucedían en blanco y negro, en un país que también se llamaba Argentina, en el cual parecían existir, todavía, los sueños colectivos. Casi no existía el zapping.
Internet, los celulares, los CD, las PC hubiesen sido notas del suplemento Futuro, si el suplemento Futuro hubiese existido. Pero el futuro en los 80 era algo que quedaba muy lejos, un concepto como de acto de escuela primaria. Como si el no future de los punks hubiese triunfado, pero no por el lado fúnebre (no hay futuro porque en el futuro todos estaremos muertos) sino por el lado up, o pop (no hay futuro porque todos estamos vivos). Sin embargo, una parte del futuro real estaba al alcance de todos, sólo que no todos se daban cuenta. La caja boba, el electrodoméstico idiotizante, era el futuro. El futuro de entonces, que es el presente de hoy, era la televisión por cable. Estos 14 años han sido los del tránsito de la civilización del homo sapiens a la civilización del homo videns. Hay quienes ven en esto el Apocalipsis. Otros, más integrados, suponen que significa un paso hacia adelante en los procesos democratizadores de la cultura. El mundo al alcance de todos, sin salir de casa.
En 1987 si había rumores de una renuncia de ministro, los periodistas volaban hacia la Casa Rosada, el ministerio o la quinta de Olivos. Hoy vuelan hacia la tele, donde TN y Crónica TV pasan de un momento a otro el material sin editar. Antes, si se jugaba un partido de fútbol importante en Praga, había que rezar para que llegaran los cables: hoy lo dan en directo, por alguno de los varios canales de deportes. En aquel pasado en blanco y negro, la Policía y la Gendarmería solían reprimir a mansalva a las manifestaciones, sin más preocupación que el ojo avizor de los fotógrafos. Hoy, las cámaras de TV operan como herramienta antirepresiva (aunque, claro, también en algún momento se apagan, con el perdón de Luis Clur). Las campañas políticas terminaban por entonces con gigantescos actos de masas. Hoy concluyen en los programas de tele si es que no concluyen en avisos diseñados por publicistas que luego venden alfajores, gaseosas, telefonía, autos. En los 80, para aprender a cocinar había que apagar la tele: hoy parece que hay que encenderla. Hay tele para embarazadas, para bebés, para menores de 4 años, para niños, para jóvenes, para adolescentes, para interesados en el sexo y para sexópatas, para hipocondríacos, para jubilados, para amantes de los animales, para devotos del clima. Adiós, Doña Rosa, nadie la extrañará.
Es maravilloso, y puede ser esclavizante, tener acceso al mundo sin salir de casa. Siempre que se tenga claro que la televisión es una representación del mundo. Porque la explosión del cable y los sistemas satelitales ha generado un nuevo tipo de espectador, que cree que participa en aquello que sólo ve. El que se siente deportista por mirar un partido, ecologista al sintonizar un especial sobre la depredación de la fauna en la Amazonia, combativo al observar una manifestación contra el arancelamiento universitario, gourmet si ve el canal de los chefs y viajero ante las maravillas de un documental sobre Borneo. No es casual que Marc Augé (¿no es acaso la televisión el no lugar por excelencia?) ande por el mundo hoy, recordando que el viaje real, el de salir de un lugar, exponerse, conocer otra gente, cambiar de idioma, tener miedo, ansiedad, inseguridad, no puede ser reemplazado por formas supuestas del viaje. No se viaja ni se navega de verdad por Internet: son expresiones metafóricas.
El modo en que en la Argentina se disparó la televisión paga, metáfora de la privatización de todo, ha sido una revolución silenciosa, tan gradual como el paso del tiempo. “El mundo es azul”, exclamó Yuri Gagarin, el primer cosmonauta, cuando vio la Tierra desde el espacio. Por un efecto inexplicable para los legos, una habitación con la televisión encendida también se ve azul, si es de noche, y las certezas descansan.

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La consagración de la memoria

Como un correlato que acompañó señales políticas que dieron cuenta de la buena memoria, en el ámbito cultural y en el urbano también surgió en estos años una actitud cuidadosa con el pasado y con la noción de patrimonio.

Por Sergio Kiernan

Como una planta abajo del asfalto, a palo de crisis y como buscándole sentido, creció la memoria. Es como que se recuerda más y, sobre todo, como que vamos sabiendo por fin que lo que pasó, lo de antes, tiene algo que ver con lo que nos pasa y con lo que nos va a pasar.
Así creció la memoria de los actos públicos: la corrupción ya no es más como el clima, algo fuera de nuestro control, algo de lo que no vale la pena ni quejarse. Emir está preso en su jardín de rosas, Menem está nervioso, símbolos de que el vale todo puede terminarse.
Videla es un taxi de los años 60: un adefesio incomprensible para los adolescentes, un monstruo que advierte sobre los sueños criminales de la vieja Argentina. Y Videla está preso, preso pese al apriete de la corporación militar, preso aunque Brinzoni rechine, preso pese a perdones e indultos. No fue desde el Estado o la política que se logró sino desde la memoria emperrada de un sector de la sociedad. Creció la memoria de HIJOS que buscan a padres, que buscan su nombre original y real, que muestran que la cosa no terminó y va para muchos años, emparchando identidades, tejidos sociales, perdones. Creció la memoria de las cosas que vuelven a contar: el tango –y no nos importe París sino las milongas atorrantas ahora llenas de pibes–, las calles, los edificios.
Se salva el silo inglés de Puerto Madero, una maravilla de ladrillo y fierros escondida en la orilla del río, tan lindo que hasta Le Corbusier –que propuso formalmente demoler Buenos Aires y volver a construirla– quería preservarlo.
¿Alguien duda que antes hubieran demolido las estaciones de Retiro? Ahora valen por viejas y nos estamos dando cuenta de que ya no sería posible construirlas, por su costo y porque ya no se hacen esos hierros planos decorados, ya no hay yeseros como aquéllos, ya cerraron las fábricas de las cerámicas mayolicadas que forran las boleterías.
Como de luto, envuelto en trapos negros, El Molino espera. Hubiera caído piqueteado en demolición, sus paredes Art Nouveau pulverizadas o tiradas de a pedazos en un baldío, las lámparas mal vendidas por anticuarios. Hubiera caído como cayeron varios de sus vecinos de belleza pura de la Avenida de Mayo, rotos para que algunos se hagan ricos con esas cajas de zapatos que la afean tanto. El Molino espera y ya eso dice que se salva.
Lola Mora ahora es un tesoro, y las tetas de sus Nereidas se muestran en toda su gloria, gracias a una Costanera reciclada en algo así como el estilo que tuvo hace tantas décadas. Esas piedras blancas, esas agüitas, están ahí porque nos acordamos de Lola y le buscamos un hogar. Enfrente, cerquita, otro sobreviviente, la cervecería que ahora guarda teléfonos.
No es cosa de moda ni de hacer listas de salvatajes. Es el símbolo, en piedra y ladrillo, de algo que nos anduvo pasando en estos años. Praga es Praga porque nadie nunca demuele nada, aunque los checos no son un pueblo de iluminados, no tienen una revelación propia, un don civilizado frente a los bárbaros. Pero los checos saben oscuramente que Praga “modernizada”, rota para progresar, sería una ciudad más, muerta, irrelevante.
Cuidar a un país es cuidar sus cosas y sus gentes. En la economía que rige la cabeza de cada uno parece que no sabemos, hoy, cuidar a las gentes: los médicos hablan de pacientes que se enferman porque los hijos se van del país, se llevan a los nietos. Y hablan cada vez más. Los veinteañeros se acostumbraron a despedir a sus amigos que se van a probar suerte.
Tal vez para compensar la dolida pasividad que tenemos con este éxodo, nos envolvemos en la frazada de lo que somos. Suenan las murgas, se mira de nuevo lo viejo, se aprecia el sur urbano. Si no estamos así rodeados, ¿qué somos?

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