Según se sabe, el color amarillo en periodismo existe
para señalar las modalidades del escándalo: sangre, robos,
violaciones, golpes de Estado, noticias improbables o irrefutables mentiras.
Si el verdadero periodismo debe reflejar la realidad, y si encuentra en
ese reflejo el más alto punto ético deseable, que será,
siempre, el de transmitir la verdad, sólo la verdad y nada más
que la verdad, el periodismo amarillo miente, existe para mentir, ya que
jamás expresará la realidad, los hechos, lo fáctico,
lo verificable, eso que (acaso esperanzadamente) llamamos la verdad,
sino lo exagerado, lo deforme, lo desmedido, la versión descarada,
sensacionalista y rentable de la realidad. El periodismo amarillo ejerce
una espectacularidad infatigable. Sabe que en esa espectacularidad (en
ese arte de hacer de la noticia un show macabro, farsesco o injurioso)
reside su posibilidad de vender diarios, de obtener ganancias, dinero
fresco como es fresca la sangre de la sección de policiales, siempre
generosa en este género.
Es hijo del agresivo capitalismo norteamericano y se encarnó en
un personaje al que se llamó Yellow Kid. En un gran film de John
Ford (¿Quién mató a Liberty Valance?), un periodista
recibe un consejo tenaz: Entre la verdad y la leyenda, imprima siempre
la leyenda. Acaso el periodismo amarillo se exprese con mayor rigor
en otra modalidad de esa frase: Entre la versión verdadera
y la versión que más vende, imprima la segunda. Así,
al someterse jubilosamente al más crudo mercantilismo, el periodismo
amarillo optará siempre por la falsedad o por esa otra forma de
la falsedad que es la distorsión rentable de la verdad, su rostro
deforme, corroído por la avaricia, por la desnuda ley de la ganancia
y de la supervivencia del más impúdico en el mercado capitalista,
siempre competitivo y feroz.
Carlos Menem ha sido un presidente amarillista y es (hoy, todavía)
un político amarillista. Dice, se desdice, acusa, exagera o miente
con alevosía. Ha hecho de la espectacularidad su estilo mediático
de hacer política. Alguna vez declaró: Pertenezco
a la farándula. Habitó generosamente las tapas de
Gente, de Caras, se metió en amores tardíos con una mujer
que supo ser Miss Universo. Cierta vez (proyectando en el adversario su
propia ética y estética) acusó a Página/12
de sensacionalismo. No lo habían tratado bien desde estas páginas
y expresó de ese modo su incomodidad o su ira o su impotencia:
Mienten dijo, faltan a la verdad, no son sino un pasquín
sensacionalista. La respuesta del diario bajo acusación presidencial
fue recoger el guante y disfrazarse de eso que el presidente decía
que era. Se disfrazó de diario amarillista. Y hasta usó
un disfraz explícito, pues la tapa del diario ya no decía,
como siempre decía, Página/12 sino Amarillo/12. Fue un hecho
periodístico fuerte, inteligente y con varias, según suele
decirse, lecturas. Primera lectura: tan poco somos lo que el presidente
dice que somos que no nos importa asumir esa identidad. O mejor: tan seguros
estamos de no ser amarillistas que podemos, lúdicamente, nombrarnos
como tales. Segunda lectura: el humor forma parte del periodismo. El humor
desenmascara la realidad. El humor es una herramienta de conocimiento.
El humor puede estar al servicio de la verdad. Tercera lectura: el presidente
es deslenguado y frívolo. Gratuitamente, nos ha dicho amarillistas.
Nosotros (impulsados por él) nos disfrazamos de tales: ¿hemos
entrado en su propio juego, hemos validado su estética, hemos sido
víctimas de su infatigableiniciativa política? Cuarta lectura:
del modo que sea, esa tapa resultó inolvidable. O por revelar una
cara ineludible de los tiempos de Menem: el tipo era un cachivache, pero
creaba situaciones nuevas una y otra vez, establecía reglas y hasta
el más lúcido periodismo nacional se instalaba en ellas.
O por asumir con desenfado una acusación injusta y, asumiéndola,
enrostrársela al acusador, desenmascararlo.
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