El 17 de marzo de 1992 la Argentina entró brutalmente en la agenda
del terrorismo internacional. Ese día, un atentado dinamitero voló
la embajada de Israel en Buenos Aires. La ciudad tembló, el país
enmudeció y la nación tomó conciencia dramáticamente
de sus limitaciones y de las tremendas consecuencias que pueden acarrear
frivolidad y política cuando desaparece el límite que debe
separarlas.
Carlos Menem, a la sazón presidente, había perpetrado una
campaña electoral plagada de promesas, no sólo dirigidas
al mercado interno que lo sentaría por su voluntad en Balcarce
50, sino en el exterior, a sinuosos líderes de países poco
afectos a las excusas y a las traiciones. El entonces candidato riojano
prometió reactores nucleares, soportes tecnológicos y vectores
misilísticos a lo largo del Medio Oriente y el Magreb. A Siria,
Irán y a Libia, por nombrar algunos países que bien pudieron
aportar algunas divisas a las arcas de la campaña presidencial
de ese simpático aspirante hijo de sirios que quería asirse
del poder en aquel lejano y tranquilo país del Cono Sur, la Argentina.
Menem pensó que, así como echó por tierra la densidad
de sus palabras para con sus votantes sin mayores consecuencias, podría
obrar igual, con los mismos resultados, hacia sus interlocutores de Medio
Oriente. No fue así.
Por si fuera poco, Menem y su entonces canciller, Domingo Cavallo, enviaron
dos naves a la Guerra del Golfo, como si fuera un paseo que devengaría
réditos económicos al país y políticos a su
causa de perpetuación en el poder. Tampoco fue así.
Lo que ocurrió fue que el 17 de marzo de 1992 voló la embajada
de Israel en Buenos Aires, donde murieron 22 personas. Cifra que pudo
darse por certera recién después de casi diez años
de ocurrida la masacre, ya que a lo largo de casi una década se
creyó que los muertos fueron 29. En una palabra, que ni siquiera
supieron contar las víctimas. Ese increíble plazo fue el
producto de la endeblez del Estado, la desidia, la ineficiencia, el encubrimiento
y la tilinguería que atravesaron la tarea del Estado alrededor
del atentado.
La investigación, que recayó en la Corte Suprema de Justicia
particularmente en su por entonces presidente, Ricardo Levene (h.),
y en su instructor, hoy juez de Casación, Alfredo Horacio Bisordi
no sólo no llegó a nada sino que, después de recorrer
mil hipótesis absurdas cuando no insultantes, terminó acusando
a un terrorista internacional sobre el cual no existe ni una sola prueba
en todo el expediente.
Todo el Estado fracasó en esa infame investigación.
La sociedad argentina en un primer momento pensó quiso pensar
que se trataba de la extensión de una guerra a la que la Argentina
era ajena. Arabes e israelíes habían trasladado su teatro
de operaciones hasta estas costas, sólo por un momento, sólo
por la momentánea baja de la guardia de los hombres de Gedeón.
No volvería a ocurrir, fue la reacción. El virtuoso periodista
Mario Diament supo alertar sobre ese adormecimiento colectivo, que no
pudo quebrar ni siquiera la multitudinaria marcha sobre la 9 de Julio
realizada el 19 de marzo, con su magistral columna Todos somos judíos.
No lo logró.
Desde el mismo 17 de marzo, el Estado, el gobierno de Menem, comenzó
a generar las condiciones por su frivolidad, por su molicie, por
su desinterés criminal para otra masacre. Esa tarde de marzo
de 1992,hace ya más de diez años, cuando el piso tembló
y 22 personas fueron despedazadas en el corazón de esta patria,
se puso en marcha el engranaje criminal que arrasaría con la AMIA
apenas 853 días después de la demolición de la embajada
de Israel.
Hoy, donde estaba la embajada hay una plaza. No hay detenidos por la masacre.
Nadie descarta un tercer atentado.
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