En medio de un paisaje de escombros, un hombre se inclina sobre otro que
está tendido en el piso boca arriba, inmóvil, con la cara
chamuscada, probablemente muerto. El sobreviviente mira fuera de cuadro,
hacia las piernas del caído, tapadas por una carcaza metálica,
mientras busca con las manos la manera de moverlo, liberar su cuerpo de
lo que lo mantiene atrapado, ponerlo a salvo. Atrás, en segundo
plano, de espaldas a la cámara, otro hombre arrodillado parece
estar haciendo exactamente lo mismo. Más allá hay un tercero
de pie, borroso, que se tapa la cara para poder ver algo entre las nubes
de polvo. Quieta y brutal, la foto, barriendo toda otra información,
prácticamente cubre la portada de la edición de Página/12
del martes 19 de julio de 1994. El lunes 18, cerca de las 10 de la mañana,
una bomba voló la sede porteña de la AMIA. Las cifras son
provisorias pero ya espantan: por lo menos 26 muertos, más
de 80 desaparecidos y 150 heridos, informa la tapa.
Todos sabemos hasta qué punto el tiempo que transcurrió
desde entonces ese tiempo que, según una ley natural
muy difundida pero muy poco argentina, cura las heridas
no ha hecho, en este caso, otra cosa que profundizarlas, garantizando
que la sangría no se detenga. Junto con las cifras de muertos,
heridos y familias diezmadas, aumentaron también las complicidades
turbias, el encubrimiento, las siniestras farsas jurídico-policiales
y la política general de impunidad que a esta altura parecen indisociables
del ser nacional. Ocho años después de cometido, el atentado
contra la AMIA sigue siendo un agujero negro en el corazón de la
década menemista. El ovillo no ha sido desovillado; los artífices
de la masacre no fueron identificados; no hubo condenas. El tiempo no
aportó respuestas: sólo multiplicó las preguntas
y consolidó el cielo de sospechas bajo el cual seguimos viviendo.
El horror, cuando sobreviene, siempre es único. No se parece a
nada, no tiene parangón, no acepta analogías. Siempre desproporcionado,
siempre indescriptible, está suspendido en una especie de vacío
atroz: el vacío de la excepción. Al negarnos la verdad es
decir: la articulación del horror con el contexto, las fuerzas,
los intereses que lo hicieron posible, la Justicia y la política
oficial argentinas nos negaron una de las pocas posibilidades eficaces
de neutralizar esa excepcionalidad. Pero, además, el titular de
tapa de Página/12 del 19 de julio decía: Otra vez. Y esa
fórmula escueta casi una luctuosa ironía sobre el
ser mismo del periodismo, cuya veleidad es comunicar o inventar novedades
abría una dimensión suplementaria en el horror del atentado:
la repetición. Eso, que parecía único, era en verdad
una repetición. Dos años antes, el 17 de marzo de 1992,
un atentado muy similar había volado la embajada de Israel en Buenos
Aires. Página/12 no podía saberlo entonces, pero sí
como lo demuestra la cobertura del atentado contra la AMIA
sospecharlo y temerlo: las afinidades entre los dos hechos no eran sólo
de blanco, de método y de brutalidad; eran o serían
de impunidad.
Releo esa tapa y esa fórmula Otra vez y no puedo no
pensar en la fórmula que tantas tapas tapizó a partir de
la investigación de la Conadep y el juicio a las juntas militares
de la dictadura: Nunca más. Anverso y reverso de una imagen del
tiempo diabólica, esas dos fórmulas una voluntad y
un estupor, un sueño y una pesadilla parecen enmarcar los
últimos treinta años de la historia argentina. Aunque basta
con vivir en la Argentina de 2002, a casi treinta años de reinstaurada
la democracia, para averiguar cuál de las dos está ganando,
y cuál ganará si, en vez de rastrear lo nuevo, seguimos
al pie por terror, por imbéciles, por indigencia de imaginación
de lo que ya conocemos.
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