Después todo volvió a desatarse, pero la vorágine
que venía siendo el menemismo desde el momento mismo en que llegó
al poder, pareció detenerse con la muerte de Carlitos Menem, o
más bien evaporarse por un día. La aparición de la
nada de una fauna prácticamente desconocida para los escenarios
políticos más curtidos del mundo. Las privatizaciones más
sospechosamente oscuras de la historia contemporánea de la compra-venta.
La sucesión casi diaria de escándalos y denuncias que se
sacudían como pelusas. Las varias versiones de sí mismas
que algunas mujeres se probaban en la cara. La revista que se hacía
millonaria mostrando a sus entrevistados en casas alquiladas. Todo eso
pareció evaporarse el día de la muerte del hijo del presidente.
De repente, Argentina volvía a ser como dicen ahora
un país normal. O por lo menos, un país en el que la normalidad
era posible. La muerte, que es la cosa más normal del mundo, de
repente lo frenaba todo, en seco. Se estaban tratando las leyes de flexibilización
laboral, el aumento del IVA, la baja nominal de los sueldos, se negociaban
recortes de poder a Cavallo, se tomaban medidas y préstamos para
evitar una corrida bancaria y la salida forzosa de la convertibilidad,
y faltaban apenas 60 días para lanzar la reelección. Y de
repente, algo apagaba la música y todo eso quedaba ahí,
suspendido, esperando, y tambaleando.
O puede que no, pero entonces, en el momento de la noticia, era casi imposible
saberlo.
Por eso la foto de tapa parece el fotograma en el que la vorágine
se detuvo: hasta donde se sabe, es una de las últimas en las que
Menem y Zulema Yoma están juntos. Al día siguiente, ella
no fue al entierro y, aunque volvió a vivir unos días en
Olivos, nada detuvo su transformación en esta Electra desgarrada
que vino a sumar a la oscuridad de la Segunda Presidencia un espesor y
una trama que terminaba de insertar a la Argentina en las más invisibles
redes internacionales: reuniones remotas en países medio-orientales,
favores nunca devueltos, tráfico de armas, autopsias adulteradas,
si quieren saber de la droga pregúntenle al presidente o
a Duhalde, un cuerpo que no está enterrado. La muerte de
ese hijo se iría convirtiendo durante los siguientes cuatro años
en la ventana polarizada por la que, según dice todavía
hoy Zulema, quien se asome puede ver la trastienda más oscura del
poder. Algunos le creen, otros no, pero ese día, en el momento
de esa foto, esa posibilidad no existía: había sido un accidente.
Y todo tambaleaba por ese accidente: todo pendía del temple emocional
del presidente.
A los pocos días, Bauzá o alguien por el estilo salió
a aclarar que el presidente estaba acusando el impacto con una fortaleza
sobrehumana. El sábado, Menem habló por cadena
nacional. Agradeció a todos y dijo lo que todos o casi todos saben:
no hay homenaje posible de un padre a un hijo muerto. El lunes estaba
al pie del cañón. Pero ese miércoles
a la noche, después de la foto, cuando todo tambaleaba y dependía
de su temple, Menem recibió el apoyo de lo que suele ser una de
las más defendidas virtudes nacionales: los amigos. Esa noche,
transmitida en vivo por televisión, Olivos se convirtió
en una muestra pública de apoyo al presidente. Se acercaron hasta
ahí, hasta donde se supo, Amalita, Soldati, Macri, Susana Giménez,
Graciela Borges, Maradona, Passarella, Navarro Montoya. La procesión
era casi una constatación improvisada del apoyo con que el presidente
contaba. Algunos se esforzaban en explicar que se acercaban no al
presidente, sino al hombre o al amigo. La mayoría
evitó ese sarcasmo. Ahí no había política.
Por supuesto que lo que importaba era el hombre, el
amigo. No había cabida para otra cosa, ni siquiera para la
política. Porque, como explicó unos años después
Lino Oviedo, cuando salía de reunirse con Menem a horas de haber
llegado de Paraguay y le preguntaron si habían hablado de política:
Los amigos dijo, de política no hablan.
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