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El gran dolor
por Juan Ignacio Boido


Después todo volvió a desatarse, pero la vorágine que venía siendo el menemismo desde el momento mismo en que llegó al poder, pareció detenerse con la muerte de Carlitos Menem, o más bien evaporarse por un día. La aparición de la nada de una fauna prácticamente desconocida para los escenarios políticos más curtidos del mundo. Las privatizaciones más sospechosamente oscuras de la historia contemporánea de la compra-venta. La sucesión casi diaria de escándalos y denuncias que se sacudían como pelusas. Las varias versiones de sí mismas que algunas mujeres se probaban en la cara. La revista que se hacía millonaria mostrando a sus entrevistados en casas alquiladas. Todo eso pareció evaporarse el día de la muerte del hijo del presidente. De repente, Argentina volvía a ser –como dicen ahora– un país normal. O por lo menos, un país en el que la normalidad era posible. La muerte, que es la cosa más normal del mundo, de repente lo frenaba todo, en seco. Se estaban tratando las leyes de flexibilización laboral, el aumento del IVA, la baja nominal de los sueldos, se negociaban recortes de poder a Cavallo, se tomaban medidas y préstamos para evitar una corrida bancaria y la salida forzosa de la convertibilidad, y faltaban apenas 60 días para lanzar la reelección. Y de repente, algo apagaba la música y todo eso quedaba ahí, suspendido, esperando, y tambaleando.
O puede que no, pero entonces, en el momento de la noticia, era casi imposible saberlo.
Por eso la foto de tapa parece el fotograma en el que la vorágine se detuvo: hasta donde se sabe, es una de las últimas en las que Menem y Zulema Yoma están juntos. Al día siguiente, ella no fue al entierro y, aunque volvió a vivir unos días en Olivos, nada detuvo su transformación en esta Electra desgarrada que vino a sumar a la oscuridad de la Segunda Presidencia un espesor y una trama que terminaba de insertar a la Argentina en las más invisibles redes internacionales: reuniones remotas en países medio-orientales, favores nunca devueltos, tráfico de armas, autopsias adulteradas, “si quieren saber de la droga pregúntenle al presidente o a Duhalde”, un cuerpo que no está enterrado. La muerte de ese hijo se iría convirtiendo durante los siguientes cuatro años en la ventana polarizada por la que, según dice todavía hoy Zulema, quien se asome puede ver la trastienda más oscura del poder. Algunos le creen, otros no, pero ese día, en el momento de esa foto, esa posibilidad no existía: había sido un accidente. Y todo tambaleaba por ese accidente: todo pendía del temple emocional del presidente.
A los pocos días, Bauzá o alguien por el estilo salió a aclarar que el presidente estaba acusando el impacto con una fortaleza “sobrehumana”. El sábado, Menem habló por cadena nacional. Agradeció a todos y dijo lo que todos o casi todos saben: no hay homenaje posible de un padre a un hijo muerto. El lunes estaba “al pie del cañón”. Pero ese miércoles a la noche, después de la foto, cuando todo tambaleaba y dependía de su temple, Menem recibió el apoyo de lo que suele ser una de las más defendidas virtudes nacionales: los amigos. Esa noche, transmitida en vivo por televisión, Olivos se convirtió en una muestra pública de apoyo al presidente. Se acercaron hasta ahí, hasta donde se supo, Amalita, Soldati, Macri, Susana Giménez, Graciela Borges, Maradona, Passarella, Navarro Montoya. La procesión era casi una constatación improvisada del apoyo con que el presidente contaba. Algunos se esforzaban en explicar que se acercaban “no al presidente, sino al hombre” o “al amigo”. La mayoría evitó ese sarcasmo. Ahí no había política. Por supuesto que lo que importaba era “el hombre”, “el amigo”. No había cabida para otra cosa, ni siquiera para la política. Porque, como explicó unos años después Lino Oviedo, cuando salía de reunirse con Menem a horas de haber llegado de Paraguay y le preguntaron si habían hablado de política: “Los amigos –dijo–, de política no hablan”.