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Apagados
por Sandra Russo


A las ocho de la noche del jueves 12 de septiembre de 1996, en la quinta de Olivos comenzó a atronar la banda de sonido de Misión imposible, mientras en su interior Carlos Menem y Lalo Schifrin departían sobre los pormenores de esa grabación. “Mirá cómo tiemblo”, pudo leerse ese gesto presidencial, desentendido de lo que estaba pasando en las calles. Porque ese mismo día y exactamente a esa misma hora, las calles de Buenos Aires y las de las ciudades más importantes del país se quedaron a oscuras, mientras por primera vez las cacerolas, que ni siquiera sospechaban el papel que la historia les tenía reservado, sonaban en los balcones y miles de vecinos repudiaban, por primera vez organizadamente, la política neoliberal menemista que para ese entonces ya había mostrado mucho más que la enagua.
La tapa de este diario del día siguiente, el 13, se tituló “El eclipse”. Menem a oscuras, oscureciéndose. Aquel fue, en efecto, el principio del fin. No de Menem, o por lo menos no sólo de Menem. Fue el principio del fin de una alucinación colectiva, de una era de doping nacional. Pero al mirar atrás con la perspectiva de tantos años permite ver, además, que no sólo aquel día selló la suerte del plan menemista, sino que el germen de lo que pudo haber sido la oposición política a ese plan –el acuerdo multipartidario y sectorial entre el radicalismo y nuevos sectores emergentes– nació maltrecho y desfigurado.
Una semana antes, en el Hotel Castelar, se habían reunido, con Chacho Alvarez y Rodolfo Terragno a la cabeza, dirigentes de todo el abanico opositor. En las fotos se puede ver a Graciela Fernández Meijide, a Hugo Moyano, a Alicia Castro, a Gustavo Beliz, a Patricia Bullrich, a Quino, a Víctor De Gennaro, a Luis Farinello, a Humberto Volando, a Melchor Posse, a Luis Zamora y a muchos otros que acordaron una medida mínima e innovadora: apagar cinco minutos las luces y hacer ruido con las cacerolas. Era mínima porque en 1996 nadie hacía nada. Se decía que la gente estaba apática y apolítica. Pero así y todo, el 12 de septiembre, mientras Menem escuchaba la música de Misión imposible, otra misión imposible estaba siendo llevada a cabo: la masividad del apagón fue inédita. Las empresas de energía calcularon que durante esos cinco minutos se redujo al menos un cuarenta por ciento del consumo. Caldo, había. Pero iba a hacer falta alguien para revolverlo. No hubo.
Aquel día en el Castelar, ni Alvarez ni Terragno quisieron hacer especulaciones electorales. Menem se había despeinado el jopo cuando el radicalismo se sumó a la coalición opositora. Como sabemos, no tenía por qué movérsele ni un pelo. Les dijo “marcianos” y “estúpidos” a sus oponentes. Los acusó de estar pergeñando una nueva Unión Democrática. Llamó de urgencia a sus secuaces a Olivos y allí fueron. La crónica de ese día, firmada por Ernesto Semán, da cuenta de una larga fila de Volvos, Pathfinders, Mercedes Benz y BMW blindados haciendo cola para entrar a la quinta. El detalle de color fue una camioneta blanca con unas pintas verdes y una leyenda que rezaba “Shaggy, peluquería canina”, que iba a ocuparse de los miembros del zoológico menemista.
Más que el eclipse de Menem, lo que más estremece a la distancia es ver el eclipse posterior de quienes estaban llamados a ofrecer la última posibilidad de alternancia política argentina. La Alianza que todavía no había nacido fue cobarde, equívoca, desleal: quienes ya hablaban de otro modo de hacer política hicieron cálculos y diseñaron estrategias que rifaron consensos y terminaron no sólo de afirmar el desmadre neoliberal, sino que sobre todo suicidaron sus liderazgos. Pisaron sus propias trampas cazabobos, fueron realistas cuando todavía había margen para pedir lo imposible. El de Menem fue el eclipse menor.