Hay años que arrancan mal, siguen peor y es casi impensable cómo
pueden terminar. Como este que hoy nos lima los talones y cepilla la frente
y que ya podría haber terminado si es por el cupo de malaria acumulada
en pocos meses. Pero hubo otros que también picaron nefastos, de
advertencia y entrenamiento para el hoy: es que la desgracia no se va
de vacaciones, viene a hacer turismo acá, arranca en enero y a
veces cada vez más se instala; me gusta el aire
de aquí, dice y se queda.
Así fue el '97, año jodido de presagios, champán
tibio y pizza recalentada. Lo único que quedaba a esa altura de
la soirée de la primavera menemista era la evidencia de que algo
empezaba a terminar y ni siquiera había sido lindo mientras duró.
Y terminaba mal, comedia de enredos transfigurada primero en comedia negra
y en tragedia a secas sobre el pucho. Incluso la luz al final del túnel
de un resultado electoral se revelaría como un sólido tren
de frente que nos pasaría en su momento por arriba.
Y tuvimos la muestra en el arranque. No fue la semana trágica pero
fue la semana penosa. Entre el 25 y el 29 de enero de aquel turbio verano
del '97 se murieron, cuando y como no debían, Cabezas y Soriano.
Es curioso cómo el olvido la palabra olvido
ha quedado asociada con los dos. Y ni hablar de la pena. Dos formas negativas:
una, el No habrá más penas ni olvido de Le Pera
utilizado en forma de conjuro, deseo y exorcismo de la novela del Gordo
escrita durante la Dictadura esperando la vuelta personal y de la tortilla;
otra, el No se olviden de Cabezas que perduró como
consigna y modelo, se convirtió en fórmula, expresión
de un principio: no se olviden, aunque alguna vez ya no se sepa quién
fue Cabezas o cualquier otra cabeza perdida: lo importante es no olvidar
ni la pérdida ni la pena.
En aquella semana corta el fotógrafo de Perfil no vio llegar la
muerte de frente sino que lo mataron de atrás, le arrebataron la
vida suciamente. El Gordo sí la vio venir pero ella lo madrugó
lógico, con sus horarios, y era demasiado tarde para
intentar una gambeta, hacerle una pisada, pero también demasiado
temprano para que tuviera que salir, no jugar más.
La Muerte es algo negro y cagador como un réferi, pero a veces
se parece más a un entrenador caprichoso. Al Gordo no lo expulsaron,
no había acumulado tarjetas sino libros y sus transgresiones eran
parte del juego; no lo lesionaron a propósito como a Cabezas. Al
Gordo, el gran Entrenador lo sacó cuando estaba jugando bien por
esas cosas o razones de la táctica y la estrategia propias de un
campeonato que nunca podremos entender. Lo malo es que cuando miró
al banco ya era tarde y no tenía a quién poner. Así,
desde que sacaron al Gordo jugamos con uno y de los mejores
menos. Ese es el problema de los argentinos: ya hicimos todos los cambios
y en el banco no queda nada.
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