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La primera vez
por Ernesto Tiffenberg


Salvo raras excepciones un recién nacido es una criatura sutilmente deforme, a menudo amoratada, que se comunica con el mundo a través de un angustioso llanto. Los ocasionales padres, es cierto, lo ven de otra manera. Página/12 fue claramente una excepción. Nació deforme, más que amoratado y su lenguaje era más que vacilante, pero todos (bueno, casi todos) lo encontraron fascinante. Todos, menos sus padres.
El embarazo había sido fulminante, sólo tres meses, y lleno de complicaciones. Con la intrepidez de los primerizos, el equipo fundador había calculado que el proyecto podía plasmarse con un batallón de apenas 20 valientes, unas pocas monedas y la ínfima base de un departamento de tres ambientes, aunque hay que reconocer que el living, no muy luminoso, por lo menos era amplio. Todas las cuentas les salieron mal.
Cuando el primer canillita voceó “Clarín, La Nación, Página...”, se contaban en casi cien las huestes comprometidas, el riesgo económico ya se evaluaba en crocantes billetes y la redacción ocupaba un coqueto doceavo piso con vista al río, cuyo baño había sido acondicionado de urgencia para recibir un laboratorio fotográfico.
En el medio, los dolores de parto periodísticos hacían presuponer lo peor. Una noche, una larga noche después de las habituales 16 horas de trabajo diario, en realidad la noche en que por fin salió el primer “Cero” (el ensayo general) completo del diario, terminamos con Jorge Lanata a las 3 de la mañana en una penumbrosa pizzería de Congreso. Habíamos leído con avidez las pruebas y, después de esconderlas precavidamente en un cajón, nos habíamos reído de lo disparatado del proyecto. “Está bien –comentamos entre carcajadas–. Es sólo un ensayo. ¿Pero no te parece demasiado que la principal noticia de información general sea ‘Amenaza de lluvias en Carlos Casares’? Primero, ¿dónde queda Carlos Casares? Segundo, ni siquiera llovió.” Horas más tarde, después de una larga caminata, estábamos sentados en esa pizzería cuando la difícil conclusión llegó sola. Faltaba una semana para la salida del diario, no había escape posible, pasara lo que pasare en Carlos Casares la aventura llegaría a los lectores.
Con todo listo, aunque aún no había sido probada la tipografía con que Página finalmente salió a la calle, el 25 de mayo se elaboró el primer número. De las 16 páginas la mitad había sido preparada con antelación, así que el grueso de las fuerzas quedó concentrado en elaborar las pocas noticias de un día feriado e imaginar la tapa que presentaría al diario en sociedad. Ese día los oficiales de las Fuerzas Armadas juraban fidelidad a la Constitución (algo que hoy ni siquiera sería noticia pero que por entonces asombraba a todos) y Página debutaría dando a conocer que algunos uniformados se habían negado a hacerlo. En un caso –la Escuela Superior de Guerra–, un largo silencio había seguido a la lectura de la fórmula y, ante la insistencia de los superiores, un oficial explicó que en realidad no conocían en profundidad aquello por lo que se les pedía que estuvieran dispuestos a dar la vida. “Son órdenes”, les contestaron, “ustedes tienen que decir ‘Sí, juro’.” Ese fue entonces el título de tapa (Fidelidad con dudas: Sí, juro), aunque la decisión no fue fácil. La tentación de salir a la calle con un “Hoy un juramento” fue tan fuerte que sólo quedó desechada cuando se vencían todos los plazos de impresión y se optó por no dar un mensaje tan pesimista en el debut. Quizás haya sido nuestro primer error.
El resultado no fue tan terrible. Al entusiasmo de los neófitos se sumó el compromiso de Osvaldo Soriano, Juan Gelman, J. M. Pasquini Durán, Horacio Verbitsky, Osvaldo Bayer y Miguel Bonasso entre otros borrados de los medios de la dictadura y quisimos creer que en ese momento operaría la transmutación de las almas, de la misma manera que de los desmañados jugadores de un entrenamiento surge sin transición el equipo que protagoniza la final de una copa del mundo. Tampoco pasó. Pero igual, como se dijo al principio, los únicos conscientes fueron los padres. El primer número superó ese día los 20.000 ejemplares de venta que se había puesto de horizonte para toda su existencia; se formaron en la puerta de su redacción largas filas de futuros lectores en busca del ejemplar que no encontraban en los kioscos; los competidores saludaron su aparición con respeto y, mejor aún, algo de preocupación.
El recién nacido hace tiempo que dejó de serlo y hoy festeja los quince en una fiesta con cientos de miles de sufridos y apasionados lectores. Sus padres, los que cada día hacen el milagro cotidiano de transformar sus dudas y sorpresas en papel impreso, siguen, cuándo no, disconformes con su hijo ahora adolescente, aunque tratan de reconocerle sus méritos: haber instalado una nueva forma de hacer periodismo, la mirada crítica junto al lenguaje irónico y descarnado que usan los argentinos para comunicarse.
En medio de la debacle creen, como todos, que su criatura encontrará la manera de abrirse camino y, por qué no, de mostrarles a ellos mismos ese futuro que hace quince años parecía lejano y hoy parece inaccesible.