Algo de extraño y acaso reprochable tiene el elegir la muerte de
un escritor y un amigo en una nota de tapa de este diario a la hora de
las celebraciones por otro aniversario. Me explico y, tal vez, me disculpo:
en la distancia, lejos de la redacción, la noticia de la muerte
de Osvaldo Soriano la llegada de esa noticia a Página/12,
ese momento en que la inmensa pena de algunos se fundió con la
obligación de tener que informar sobre esa pena y a muchos otros
que enseguida iban a sentirla, también, propia es tal vez
uno de los días que más y mejor recuerdo de mi vida como
periodista. De hecho, no demoré nada en escribir un cuento sobre
todo aquello, porque pensaba entonces y sigo pensando ahora que la práctica
de la ficción alivia cuando la no-ficción golpea duro y
a la mandíbula y k.o.
¿Pero por qué se me ocurrió escribir sobre la muerte
de Osvaldo Soriano casi de inmediato apenas me propusieron esto de elegir
un día y una primera plana? Digamos que porque en estos últimos
días volví a ver a Osvaldo Soriano. Uno vuelve a ver a los
escritores vivos o muertos cada vez que vuelve a abrir uno
de esos libros. La semana pasada presa de uno de esos esporádicos
impulsos demenciales me propuse ordenar mi biblioteca y ahí
saltó, otra vez, Triste, solitario y final. Sólo diré
que leí la primera línea y no me detuve hasta la última
y mi biblioteca sigue sin ordenar, gracias por no preguntar.
Creo que no se le puede hacer mejor elogio a un escritor que ya no está:
sus libros gozan de perfecta salud y, en el caso de Soriano, aparecen
ahora bañados por una cierta luz crepuscular y profética.
Ese país donde los carnívoros se vuelven caníbales
que aparece en No habrá más penas ni olvido y Cuarteles
de invierno, ese país de chantas for-export de A sus plantas rendido
un león y El ojo de la patria, ese país/carretera que no
conduce a ningún lado salvo hacia el corazón de sus propias
tinieblas en Una sombra ya pronto serás y La hora sin sombra todas
esas Argentinas imaginadas y fuera de madre y de padre son ahora
este país que no queríamos mirar y al que ahora el insomnio
nos prohíbe cerrarle los ojos. Un país donde los presidentes
pasan como exhalaciones. Un país donde el tumulto de las cacerolas
se mezcla con el mugido de vacas carneadas a quemarropa a un costado del
camino. Un país que no se sabe dónde termina, dónde
va a terminar. Me imagino lo que hubiera escrito Osvaldo Soriano sobre
todo esto en las espaldas de este diario, cuántas llamadas
internacionales hubiera hecho, me pregunto si soportaría
el espanto de que la locura novelesca de sus héroes vencidos y
extraviados se haya visto tan bien imitada por los espejos deformantes
y rotos de esta realidad que augura mucho más que siete años
de mala suerte.
En cualquier caso, me dicen que arrecian los mensajes de lectores de Página/12
extrañando su pluma y su espada y su palabra y voy a ser sincero:
yo no tenía ganas de escribir aquí sobre un país
mal escrito y sí sobre un muy buen escritor. Y la única
vez que Soriano salió en tapa y bien grande, dibujado por Daniel
Paz, alejándose y de espaldas fue a la sombría hora de su
muerte. Qué le vas a hacer, suele ser así. Así que
yo -a quien el miércoles 29 de enero de 1997 le tocó escribir
una necrológica reclamo para esta ocasión el placer
y el privilegio de escribir una biológica no para otro aniversario
de su muerte sino por otro año de vida del diario que Soriano ayudó
a parir. No digo adiós, digo hola y me siento feliz, acompañado
y (continuará).
Sí, queda un tibio consuelo, una esperanzadora sospecha: si durante
la vida los libros son como los fantasmas de sus escritores, cuando los
escritores mueren son ellos los que se convierten en fantasmas y son sus
libros los que si todo sale bien siguen vivos.
Si esto es así, entonces Osvaldo Soriano está más
vivo que nunca.
Y nos pone la tapa a todos.
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