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Preso
por Claudio Uriarte


Página/12 es el diario de los derechos humanos, y 1998 fue el año en que esa causa logró su resultado más alto y espectacular, con la detención en octubre del ex dictador chileno Augusto Pinochet en Londres, por orden del juez español Baltasar Garzón. Al principio, la noticia era difícil de interpretar, al menos desde la realpolitik tradicional: Pinochet había sido un buen amigo de la Gran Bretaña de Margaret Thatcher; España, para el año en que Pinochet asaltó el poder, todavía estaba en las garras de Francisco Franco; y si volvíamos al presente, la detención de Pinochet creaba precedentes incómodos a ambos Estados: Gran Bretaña podía ser juzgada por la represión de Thatcher en Irlanda del Norte; España, por los crímenes impunes del franquismo.
Pero en un segundo examen, la noticia no era tan enigmática, aún bajo los severos cánones de la realpolitik: Pinochet, después de todo, era un dictador retirado, crepuscular y decrépito; Chile, su país, era un actor débil en la ley de la selva internacional, mientras España y Gran Bretaña eran comparativamente mucho más fuertes, y nadie hubiera soñado en detener a ninguno de sus ex jefes de Estado por órdenes de un juez chileno. Sucintamente, lo que había ocurrido era que los ex jóvenes manifestantes europeos antipinochetistas de los años 70 eran ahora los tomadores de decisiones del establishment, y la realpolitik, que no es más que un proceso de toma de decisiones basado en el cálculo frío de las relaciones de fuerza, parecía jugar por una vez contra su vértebra programática constitutiva de defensa a ultranza de la Razón de Estado, y a favor de los derechos humanos.
A esto se etiquetó rápidamente como “globalización de la Justicia”. “Si hay globalización económica, también deberá haberla judicial”, se argumentaba. La noción pecaba de cierta ingenuidad mecanicista: los intentos de los jueces Roger Le Loire en 2001 y Garzón en abril de este año de interrogar a Henry Ki-ssinger en París y en Londres por la Operación Cóndor se estrellaron contra la vidriada muralla del Departamento de Estado; la concreción de una Justicia global sólo podría alcanzarse en un verdadero Estado Mundial, con unos poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial admitidos por todos; en caso contrario, se trataba nuevamente de la ley del más fuerte, como se ejemplifica en el irónico dato de que Estados Unidos ejerce hoy una dudosa “justicia global” a la medida de sus intereses (contra el panameño Manuel Antonio Noriega, el yugoslavo Slobodan Milosevic o los musulmanes encerrados en Guantánamo), mientras sabotea un Tribunal Penal Internacional que convertiría a Kissinger, Pinochet o Noriega en iguales ante una ley que no controla. Es que los derechos humanos tampoco son el antónimo absoluto de la realpolitik, sino que ésta ya los contemplaba parcialmente como uno de sus instrumentos, como ocurrió con la política de derechos humanos de Jimmy Carter, cuyo móvil central fue potenciar la erosión del bloque soviético pero que a cambio salvó muchas vidas de las dictaduras de Pinochet o Videla.
Porque Dios es famoso por escribir derecho en renglones torcidos. Por las razones que fueran, y por más que algunos tengan más derechos humanos que otros, la saga de Pinochet en Londres estableció un precedente: masacrar ya no es considerado atributo legítimo de un Estado soberano. Es cierto que esta Justicia sigue requiriendo de relaciones de fuerza, y que nada –salvo una guerra– podrá sentar en el banquillo de los acusados a genocidas en funciones. Pero el proceso a Pinochet abrió las compuertas a un número creciente de demandas contra ex dictadores que actualmente no pueden salir de sus países –Hugo Banzer, por ejemplo, debió morir en Bolivia por temor a ser detenido en viaje a Washington por órdenes de un juez argentino– y además ayudó a afirmar la mano de las débiles Justicias locales contra sus ex dictadores –como ocurrió en Argentina y en el mismo Chile–. Que pase el que sigue.