La tarde del 16 de septiembre de 1999 nadie
pudo sacar los ojos del televisor. Allí, dos delincuentes que se
hacían llamar Miguel y Cristian discutían
con cuanto periodista los llamara las condiciones para liberar a los aterrorizados
rehenes que tenían cautivos desde la mañana. Junto con un
tercer cómplice, habían entrado a robar el Banco Nación
de Villa Ramallo, pero al verse cercados por la policía habían
capturado a cinco personas, a quienes pensaban usar como escudo para escapar.
Estamos jugados repetía Cristian en el
teléfono. Si la policía entra, va a morir mucha gente.
Esa noche, a la hora de cerrar la edición del diario, los asaltantes
seguían allí, intentando negociar una salida con vida. Discutimos
entonces qué hacer con la cobertura en Villa Ramallo.
Mejor quedarse toda la noche dijo alguien. Eso puede
ser una masacre.
Desgraciadamente, acertamos. Pero no había gran mérito en
ello: lo que sucedió no era más que una consecuencia lógica
del discurso político en boga. Carlos Ruckauf había regado
su campaña de alusiones a la mano dura y había llamado a
la policía a meter bala a los delincuentes. En la madrugada
del 17 de septiembre, sus hombres metieron bala: una lluvia de balas que
mató a dos de los rehenes e hirió a la tercera. También
murió uno de los asaltantes y otro apareció misteriosamente
suicidado en su celda horas después.
Desde entonces Ramallo es un fantasma que aparece en cada toma de rehenes.
Y no sólo para los delincuentes, sino especialmente para las víctimas,
que no saben si temen más que los asaltantes los capturen o que
los policías intenten liberarlos.
La masacre, sin embargo, no modificó las respuestas políticas
ante el incesante aumento de la inseguridad. Por el contrario, la pretensión
de que un endurecimiento represivo y penal sirve para frenar a la delincuencia
resurge con bríos después de cada hecho policial que impacta
en la opinión pública. Desde entonces, se eliminó
la ley del dos por uno y se endurecieron las penas para diversos delitos.
En cada una de esas instancias, los especialistas en derecho penal explicaron
que esas medidas no sirven para disuadir a los delincuentes: ni siquiera
la pena de muerte tiene ese efecto en los países donde se la aplica.
Después de Ramallo, con discursos y leyes cada vez más duras,
la inseguridad no ha dejado de aumentar. Según cifras del Ministerio
de Justicia, en el año 2001 las denuncias subieron globalmente
un 4 por ciento con relación a 2000 (que a su vez se había
incrementado sobre 1999), pero si se consideran sólo los homicidios
el aumento es del 14 por ciento. También son cada vez más
violentos los enfrentamientos entre civiles y policías: datos del
CELS muestran que en 2000 murieron 96 civiles y 32 uniformados; en 2001,
125 y 51, respectivamente.
Con una creciente franja de jóvenes excluidos de todo, destruidos
por la bolsita y el resentimiento, y con un fácil acceso
al mercado negro de armas, sólo cabe esperar que las cifras sigan
aumentando. Que la respuesta política sea apenas leyes más
duras. Que en cada nuevo Ramallo haya delincuentes que calculen que la
mano viene dura y digan, como aquella vez:
Estamos jugados.
El final es conocido.
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