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Bisagra
por J. M. Pasquini Durán


Hasta hoy, cinco meses después, Fernando de la Rúa sigue estupefacto, sin entender las razones profundas de su caída. Quiere pensar que conjurados de la oposición peronista bonaerense la provocaron, cabalgando sobre la indignación de las clases medias estafadas por los bancos y el ministro Domingo Cavallo. Hace más de tres décadas, Juan Carlos Onganía, presidente de facto, tampoco entendió el “Cordobazo” y prefirió culpar a un competidor de la interna militar, Alejandro Agustín Lanusse, por entonces jefe del Ejército. Esa incapacidad para comprender los sentimientos populares reúne a ellos y a otros, a pesar de sus diferencias, en una misma noción absolutista que desconoce al poder como el resultante del contrato social. Así como la paz no es la simple ausencia de la guerra, tampoco la democracia puede ser la mera presencia de los ritos y las instituciones formales. De vez en cuando, tal vez en menos ocasiones de las necesarias, contingentes mayoritarios del pueblo intentan recuperar los auténticos contenidos y legitimidades de la relación entre las bases y las cúspides de la pirámide institucional. Esos momentos determinantes abren expectativas inéditas, que luego serán o no satisfechas, pero funcionan como bisagras de la historia.
Mucho se especula sobre el grado de espontaneidad de aquellas jornadas de rebeldía en diciembre, pero aceptar ese criterio de repentismo significa concebir la dinámica de los movimientos sociales en compartimientos separados y tan estáticos como una fotografía instantánea. En retrospectiva, no es difícil encontrar datos que prefiguraron esos estallidos. Por citar apenas algunos anteriores, valgan los recuerdos del repudio generalizado a la injerencia de Ricardo López Murphy en la economía nacional, los resultados de las elecciones del 14 de octubre para la renovación legislativa, la abnegada resistencia piquetera y las sucesivas puebladas de Cutral-Có en adelante. Lo que nadie pudo prever fueron fechas, horas y modalidad de las protestas, sincopadas por el golpeteo rítmico sobre las cacerolas. Tampoco la energía del movimiento que devoró a cuatro presidentes (De la Rúa, Puerta, Rodríguez Saá y Camaño) hasta recalar en el quinto, Duhalde, en trance de precaria estabilidad desde que fue nominado por la Asamblea Legislativa.
La percusión de cacerolas es una modalidad de clases medias y altas. En Chile el golpe de Estado de 1973 que asesinó a Salvador Allende fue precedido por el tronar de ollas desde los “barrios altos”. Que la rebeldía de diciembre explotara después de la confiscación de los depósitos bancarios pareció confirmar el dato: era asunto de burguesías medias, conocidas además por la volatilidad de sus opiniones y la cultura individualista, incluso del sálvese quien pueda. Sin embargo, en los meses posteriores las asambleas barriales se nutrieron de un arco social ampliado y tuvieron encuentros amistosos con piqueteros y trabajadores, en un mutuo descubrimiento de afinidades ante la peste que amenaza a las mayorías. Todos coincidieron en que se tienen que ir los miembros de la casta política tradicional, no importa su edad, en una generalización con ribetes exagerados pero con un sentido esencial y verdadero: la decadencia nacional, ante todo la económica, requiere otra política, otros liderazgos, un nuevo contrato social. Esas opciones se instalaron en el horizonte, hasta entonces sólo de incertidumbres, desde este último diciembre, que ya por eso merece figurar en la historia patria. Está por verse si podrá ser el punto de partida para la construcción de un país mejor. Ojalá.