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El espejo recuperado
por Miguel Bonasso


Fue el domingo 30 de diciembre de 1990: la tapa de Página/12, incluido el logotipo, se presentaba rota en pedazos, en filosos y geométricos fragmentos que evocaban algo más oneroso que un simple collage o un rompecabezas: un espejo roto. Ningún titular calificaba lo que Carlos Menem acababa de producir. Apenas un “pirulo” de tapa, titulado “Indulto”, confirmaba que esas piezas incompletas donde se reflejaban los rostros de los represores, de las Madres o las letras del “Nunca más”, correspondían al espejo quebrado de la memoria colectiva.
Menem había completado la tarea iniciada un año antes, decretando ahora el perdón para los máximos jefes de la dictadura genocida: Jorge Rafael Videla y Emilio Eduardo Massera. Como lo dijo el pirulo de tapa, era “una tragedia anunciada” que se había ido macerando a lo largo de meses para acostumbrar a la opinión pública. Aparentemente sin lograrlo, porque las encuestas indicaban que un setenta por ciento de los consultados cuestionaba el indulto otorgado a los genocidas.
El presidente, como era de esperar, presentó la medida como un aporte a la pacificación y reconciliación de los argentinos, pero en realidad estaba abriendo de par en par las puertas de la impunidad. De una impunidad que pronto extendería sus beneficios a otros criminales, como los corruptos que saquearon el país. Si los asesinos seriales quedaban libres, todo sería posible en la Argentina de la farándula, la entrega y el cambalache. Y todo fue posible, hasta llegar al hambre colectivo, a la mitad de los argentinos bajo la línea de la pobreza, al 25 por ciento de desocupación y a un corralito que, por exceso de capitalismo, acaba con la esencia misma del sistema.
En los años triunfales del menemismo, cuando las joyas de la abuela todavía sufragaban el autoengaño colectivo, parecía ardua la tarea de aquellos que como las Madres, las Abuelas, los organismos humanitarios y unos pocos militantes políticos, enfrentaban el olvido por decreto y la apelación inmoral a vivir el presente y sepultar la memoria.
Pero esa tarea solitaria, sin aparente destino para el inmediatismo de los oportunistas, terminaría por horadar la piedra y producir un formidable avance de una conciencia colectiva distorsionada por el terrorismo de Estado. El 24 de marzo de 1996, al cumplirse 20 años del último golpe de Estado, una muchedumbre colmó la Plaza de Mayo para repudiar a la última dictadura militar. Fue el punto de arranque de una serie de episodios positivos que se fueron dando en la superestructura del poder, como reflejo de una pulsión que provenía de la base social. El Congreso anuló las leyes de Punto Final y Obediencia Debida (que precedieron en la infamia a los indultos); dos jueces las declararon después inconstitucionales y se encontraron resquicios legales (como el castigo por el robo de niños) para volver a procesar a Massera, Videla y otros genocidas. Aunque los principales responsables estén detenidos por razones de edad en la comodidad del arresto domiciliario, han vuelto a ser incriminados por la Justicia.
Pese a la impunidad básica que subsiste, Argentina está –en lo que hace a la verdad y la justicia– en una situación menos mala que la de otros países del Cono Sur que también sufrieron dictaduras militares en la década del setenta. Y ése no es un mérito de la clase política, ni un don divino, sino el producto de una lucha tenaz, librada en las calles, durante todas las semanas de estos casi doce años que nos separan de la tapa del indulto. Cumpliendo el precepto sartreano de “hacerse en el hacer”, las Madres, las Abuelas y los otros luchadores por los derechos humanos convirtieron el espejo en un rompecabezas que debía ser unido y soldado para restituirnos la memoria histórica. Al hacerlo juntaron sus propios pedazos. Y los nuestros.
El espejo y el tiempo perdido fueron recobrados.