El fiscal en el bodegón
Por Eduardo Aliverti

Suelo encontrarlo a Strassera en el bodegón de San Juan y Sarandí. En esa esquina que lleva el nombre de Rodolfo Walsh porque fue por allí donde lo emboscaron. Voy siempre, los sábados al mediodía, cuando termino el programa de Rivadavia, con todo el equipo. Y la primera vez que lo vimos, con su mujer y su hijo, tan sencillamente, tan disfrutando de un vino de medio pelo y, creo, una empanada gallega, denotando apenas el paso de los años y pegándonos un abrazo fuerte, de esos que uno se da con la buena gente, el productor de mi programa me dijo: “Y bueno, acá tenés a este país. Este tipo fue el símbolo de la vuelta de la democracia y acá está, como cualquiera de nosotros, humilde, a cara descubierta, sin miedo a que lo escrachen porque nadie lo podría hacer. ¿Quién se acuerda de él? Miralo. Es la fotografía de alguien que no robó, que no se aprovechó de nada. Miralo y comparalo, ponele, con Moreno Ocampo, que era el adjunto”.
Ese día seguimos en mesas separadas. Pero el encuentro me impactó y les dije a todos que cómo podía ser. No era que estuviéramos frente a un indigente caído de alguna cúspide ni muchísimo menos: que cómo podía ser que el fiscal del juicio a las Juntas, el que dijo “señores jueces, Nunca Más” en medio del odio de las miradas de Videla y Cía., demostrara en ese bodegón la honestidad que se correspondía con el papel que la Historia le dio y nadie lo tuviera presente. Que no se lo rescatara para algún homenaje, algún artículo periodístico, algo, lo que fuera. La disquisición permaneció durante un tiempo y en medio de eso me convocan a aprovechar los 16 años de este diario para escribir sobre una escena, un hecho, un personaje, significativo de la (de esta) democracia. No dudé: Strassera. El fiscal. El del bodegón.
Cuando el juicio a las Juntas yo ya llevaba casi diez años en la profesión. Un lapso respetable, y más si se le suma mi formación ideológica setentista. Quiero decir: no era un pánfilo, en el sentido de ser fácilmente engañable por los fuegos de artificio de la primavera democrática. Nunca creí en el carácter revolucionariamente progresista, o al revés, que tanto tilingo y tanto gil de clase media le adjudicaba al gobierno de Alfonsín. Para no hablar de una larga lista de connotados intelectuales, de presunta izquierda, que le sirvieron de propagandistas y que muy poco tiempo después, con el Punto Final y la Obediencia Debida, se mandaron a guardar (en el mejor de los casos). Pero siempre sentí que Strassera era diferente, si no distinto. El tipo gozaba con lo que hacía. No creía en los dos demonios. Verdugueaba a los milicos y a sus defensores (sé que antes de entrar a la sala le tocaba el culo a Orgeira, el abogado de Viola, sabedor de que además de un gran hijo de puta era un leche hervida que se descolocaba con esas jodas). No dormía noches enteras leyendo los antecedentes de cada caso y ajustando la perfección de sus intervenciones. Uno podía sospechar, o ni siquiera eso, de cuánto de verdaderos tenían los cojones del gobierno, de la Coordinadora, de los miembros del tribunal. El coraje y la ausencia de especulación de Strassera, en cambio, estaban fuera de toda duda. A ver: uno lo miraba a Moreno Ocampo y no se hubiera negado a verlo años después como abogado de una telefónica privatizada. Pero lo veía a Strassera y eso no se le hubiese ocurrido jamás. Como mucho podía adjudicársele una dosis de ingenuidad excesiva respecto del rumbo que tomaría la administración radical.
El tiempo les dio la razón a aquellas percepciones y hoy se siente que es con gente como Strassera con quien puede reivindicarse a la política y a la militancia. Su honestidad y su humildad sin tachas no son el techo de nada, pero sí el piso de todo.