Aburrida, pero mejor
que la alternativa
Por James
Neilson
En democracia,
nada es permanente, lo que en un mundo que evoluciona cada vez más
de prisa es una razón más por la que es el único
orden que sirve.
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¿Quisiera
llamarme la atención sobre algún incidente determinado?
Al episodio extraño que ocurrió con el perro durante
la noche.
El perro no hizo nada durante la noche.
Aquel fue el episodio extraño, dijo Sherlock Holmes.
Hace un par de décadas,
estaba de moda despreciar la democracia por tratarse de algo esencialmente
negativo. Los críticos no se equivocaban por completo. La democracia
es hostil a los grandes proyectos, a las epopeyas que tanto encantan a
quienes suelen tomar a sus semejantes por pedazos de arcilla, desechables
o no, con los que quisieran crear una obra maestra. De por sí,
no da de comer, no educa, no cura. Sólo supone un conjunto de reglas
sencillas derivadas de la seguridad de que pronto los poderosos tendrán
que someterse al juicio de gente veleidosa que puede aplaudirlos un día
y abuchearlos otro. En democracia, nada es permanente, lo que en un mundo
que evoluciona cada vez más de prisa es una razón más
por la que es el único orden que sirve.
La democracia llegó tarde a Argentina, país en que siempre
habían abundado impacientes de derecha y de izquierda deseosos
de saltar por encima de las dificultades, sobre todo de las supuestas
por la necesidad de convencer a los obtusos de los méritos de las
ideas propias. Durante buena parte de los años ochenta pareció
que esta democracia sería un interregno más
entre dos dictaduras, pero en 1989 nos dimos cuenta, con cierta sorpresa,
de que estaba para quedarse. Acaso el episodio decisivo lo fue mucho
más que el provocado antes por los carapintadas vino cuando
la hiperinflación abría sus fauces y según las radios
columnas de hambrientos avanzaban por Rivadavia hacia el centro.
Sin embargo, pocos decían que por haber fracasado la democracia
de forma tan rotunda sería necesario pedir perdón a los
militares. Los hubo que pensaban que sería bueno que algunos tanques
hicieran acto de presencia, pero la reacción general frente a sus
sugerencias fue de extrañeza. ¿No sería peor el remedio
que la enfermedad? También pareció grotesca la propuesta
de un sindicalista despistado que quiso que los militares invadieran el
distrito financiero.
Poco más de diez años más tarde, lo que en la Argentina
de antes hubiera sido calificado de otro fracaso de la democracia
irrumpió de manera todavía más espectacular. Qué
se vayan todos gritaban millones de defraudados y depauperados,
pero que yo sepa a nadie cuerdo se le ocurrió gritar qué
vengan los milicos. Incluso las alusiones de personas como Duhalde
a guerras civiles y anarquía, por venir
no dieron pie a una campaña significante contra la democracia como
tal, en parte porque los más entendían muy bien que las
tiranías sólo son buenas para los tiranos y sus amigos,
pero también porque ya se daba por descontado que los problemas
son de todos y si no es posible resolverlos en democracia no los resolverá
nadie.
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