En el corazón del ruido
Por José Pablo Feinmann

“Lo encaro al tipo, bronceadito, con el antebrazo izquierdo fuera de la ventanilla, manejando con una sola mano, muy dueño de su auto, de la calle y por qué no del mundo. ‘Oiga, a una manifestación no se viene en coche’, le digo.”

Mírenlo al muy cretino. Se vino a la manifestación con su BMW. Adelante, él y su mujer. Atrás, los dos pibes que se asoman por la ventanilla y hacen muecas idiotas. Es de noche y está cálido. Toda la gente viene caminando por Santa Fe hacia el centro. Plaza de Mayo es el objetivo. Son las diez y está lindo para caminar y gritar injurias contra el estado de sitio. Sobre todo una, una buena y contundente injuria: que se lo metan en el culo. Es el 19 de diciembre de 2001.
Detrás del cretino del BMW viene otro con un Peugeot. Andan cerca del cordón, como si fueran buena gente y no quisieran aplastar a nadie, a ninguno de los nabos que caminan por ahí, cansándose. De pronto, el colmo. El del Peugeot le toca bocina al del BMW. Que se apure. El del BMW le toca bocina a la gente. Que dejen pasar. “Peráme”, le digo a mi mujer y lo encaro al tipo, bronceadito, con el antebrazo izquierdo fuera de la ventanilla, manejando con una sola mano, muy dueño de su auto, de la calle y por qué no del mundo. “Oiga, a una manifestación no se viene en coche”, le digo. Y le digo “manifestación” y no “movilización popular” para que me entienda o para que no grite “Socorro, un montonero”. El tipo me mira con cara de no haber entendido. “Dejá el coche en alguna parte y caminá con el resto de la gente.” “¿Dejar el coche en medio de este despelote?”, se asombra. “O me lo rompen o me lo afanan.” Y siguió nomás. El corralito le había despertado cierta conciencia social que alcanzaba hasta el exacto punto de sacar el coche, cargar a la mujer y a los pibes y mezclarse con la gilada caminante. Era un ahorrista. Luego pasaría a engrosar las filas combativas de Nito Artaza. Y luego se iría a su casa y se quedaría ahí, con su mujer, los pibes, el auto en la cochera y los ahorros recuperados. Y, para él, una vez más, se acabó el país.
Tuve, esa noche, otra imagen de la democracia. Llegué a la Plaza y encontré a Lilia Ferreyra. Estaba tan, tan contenta. Y si no estaba así fue así como la vi yo y acaso como quería verla. Nos abrazamos. Se besaron con mi mujer. Nos reímos con lo del estado de sitio. Alguien dijo que todos –ahí, esa noche, en la Plaza– estábamos para señalarle al poder el perfecto sitio donde meterse el estado de sitio, ese sitio era el culo, les gustara o no tenerlo ahí; en cualquiera de los dos casos, no era el lugar donde querían tenerlo. El Estado lo querían ellos y el sitio lo exigían para nosotros. El sitio era, otra vez, nuestra casa. El lugar donde el poder nos quiere. De casa al trabajo. Del trabajo a casa. Felices Pascuas. La casa está en orden. La casa radical. El peronismo es comer tallarines los domingos con la vieja. La familia es la célula de la sociedad. La familia se reúne en la casa, que es su santuario. Los políticos se quedan con el Estado. Y los banqueros con los Bancos, con la Bolsa, con el Mercado, con todo. Nosotros, en casa, miramos la tele o navegamos en Internet.
Nos despedimos de Lilia. Buscamos la vereda, nos sentamos un rato en el cordón, nos tomamos un par de cervezas y entonces hubo un estallido infinito en la Plaza. Nos paramos y los ojos no alcanzan para ver tanto ruido, porque ese ruido se ve, se oye y se ve porque uno ve a los protagonistas del ruido. Son todos esos argentinos hartos de tanta mafia, de tanto robo, de tanta impunidad, de tanto hijo de perra suelto, de tanto descarado insolente, fanfarrón. Hay música y belleza en el ruido. Schoenberg solía decir: “A veces encuentro música en el corazón del ruido”. Y no hay sinfonía de Shostakovich (y escribió quince) en que la orquesta en cierto momento no se desatine, no se desmadre, no incurra en un estallido incontrolable que te agarra de los pelos y te revolea el alma o lo que sea y te lleva directamente al más allá, al vértigo absoluto, a la dimensión desconocida, a la locura. Así vi esa noche la Plaza de Mayo. Era una gran orquesta sinfónica. No importa qué pasó después. Todo nace para decaer y después morir. Pero algunos nacimientos son un destello infinito, un clinch con la eternidad. Con mi mujer, nos miramos. Más que el amor, esa noche, nos une el ruido, el escándalo, el desborde, la jubilosa promiscuidad con los otros. Y nos metemos en el corazón de la Plaza. En el corazón del ruido. Donde Schoenberg encontraba la música. Donde todos la encontramos esa noche. n