El tic tac de las cacerolas
Por Luis Bruschtein

“Pero esa noche, algunos redactores que ya se habían ido empezaron a volver. ‘Por toda la ciudad se escucha el ruido de las cacerolas’, dijeron ya con la sospecha de que ese día empezaría a ser distinto.”

El ciudadano estaba pintado. El desocupado, desocupado. Y el país se caía a pedazos. La televisión mostraba a los jubilados que no podían cobrar y se desmayaban en las colas frente a los bancos. Hubo saqueos, gente aquí en la ciudad que salió a buscar comida. Los bancos cerraban, la deuda externa, las exigencias del Fondo, las peleas y las promesas de los políticos. El dueño de un almacén lloraba porque había perdido todo en los saqueos. Pobres contra pobres disputándose migajitas en un país rico. Los ricos que ostentaban su riqueza reciente. Recuerdo una mujer que lloraba frente al televisor, que no podía separarse de esa ventana que se abría a un país destrozado.
Había empezado como un día más, con la misma rutina del todo mal y las mismas noticias agobiantes en un clima resignado y sin esperanza. De caminar con los pies pesados hacia el trabajo, de saber que iba a ser otro día de malas noticias. Domingo Cavallo que se iría o se quedaría y al final se iría, y después un discurso presidencial de que todo estaba de lo más bien, pero que por si acaso declaraba el estado de sitio. Y muchos que lo habían votado, que se arrepentían de haberlo hecho, ahora maldecían como si ese voto hubiera sido el peor acto de sus vidas. “¿Este idiota no se da cuenta de lo que pasa?”, preguntó alguien después de escuchar, pasmado, el discurso presidencial.
Era otro día más en esa rutina de caída perpetua, de perder algo cada día, a veces la vergüenza de ver a otros comiendo de la basura y bandadas de chicos pidiendo en las calles, de andar por la ciudad en una burbuja de vacío, de sentarse a contarlo como otro día más. Pero esa noche, algunos redactores que ya se habían retirado, empezaron a volver. “Por toda la ciudad se escucha el ruido de las cacerolas”, dijeron ya con la sospecha de que ese día empezaría a ser distinto.
Las calles estaban vacías y oscuras en ese estado de sitio. Pero un leve rumor metálico parecía salir de todos lados y crecía sin llegar a convertirse nunca en estruendo. Era un tic-tac metálico, como un reloj que marcaba otra hora en todos lados y al mismo tiempo. Había que seguir ese latido en el aire, asirlo con el oído igual que hacen los perros con el olfato cuando siguen una presa. No había un origen, había muchos. Uno caminaba a tientas para encontrarlos sin cita ni convocatoria.
Cerca de la redacción, lo que más fuerte se escuchaba provenía de la Plaza de Mayo. En ese momento estaba iluminada y los grupos que habían llegado en forma espontánea estaban delante del monumento a San Martín. Eran vecinos de los barrios del centro, de San Telmo y Montserrat, eran empleados, desocupados, amas de casa, trabajadores y gente de clase media y muchas mujeres y chicos. Golpeaban sus cacerolas, reían y gritaban contra el estado de sitio y contra los políticos que los habían engañado, lloraban, pero ahora de alegría cuando abrazaban a los nuevos contingentes que llegaban. Toda la mufa se había transformado en un despertar, con una alegría pacífica, pero furiosa. La pobreza, el hambre, la falta de trabajo, los jubilados sin cobrar y los políticos mentirosos del doble discurso no iban a desaparecer de la noche a la mañana. Pero la única posibilidad de que sucediera alguna vez era que aflorara esa conciencia ciudadana solidaria, nítida y filosa, que convertía la tristeza en sonrisas esa noche.
Después se dijo que era la clase media que había salido a protestar sólo porque le habían metido la mano en el bolsillo. Se dijo que era la misma clase media porteña que no había hecho nada cuando las provincias se caían a pedazos. Se dijo que eran los ahorristas. Se dijeron muchas cosas que suenan a autojustificación de políticos en falta. Lo cierto es que la mayoría de los que estaban esa noche tenía más deudas que ahorros, eran ciudadanos que habían votado a la Alianza porque esperaban un cambio y se sentían estafados. Justamente esa gente había votado por un cambio cuando en las provincias, destrozadas por el modelo, ganaban los caudillos menemistas. El 19 de diciembre de 2001 fue un ejemplo de ejercicio de la democracia y un fuerte empujón para democratizar verdaderamente el sistema político.