El
teléfono del ministro, ese que sólo conocían los
realmente importantes, sonó justo a la hora en que el día
empieza a deshilacharse. ¡Mandá el ejército, entendés!
¡Mandalo ya!, escuchó el ministro. Tardó en reaccionar
pero, al recomponerse, sólo balbuceó incoherencias. Y seguía
balbuceando cuando el empresario, uno de los pocos que no necesita dar
órdenes para que se cumplan, cortó la comunicación.
El empresario vive con su familia en una mansión del Gran Buenos
Aires y estaba convencido de que las hordas irían por él.
Los miserables, que todo el día habían corrido de un supermercado
al otro despanzurrando góndolas, se preparaban para el asalto final.
Después de años de humillación silenciosa, esa noche,
esa precisa noche del 19 de diciembre, había llegado la hora de
la venganza.
Cuando el ahora ex ministro lo cuenta la voz vuelve a balbucear. Sabe
que poco antes Fernando de la Rúa había dictado el estado
de sitio. Sabe que ya sumaban decenas los muertos en todo el país,
pero también sabe que en ese momento le parecían pocos,
que creía que con la noche un ejército de sombras avanzaría
sobre los barrios de clase media y alta ubicados como enclaves de ocupación
en el territorio de la miseria. Sabía que los guardias privados
encargados de la defensa estaban armados y sabía que entonces sí,
esa noche, todos conocerían la revulsiva experiencia del terror.
El entonces ministro sabía todo eso. Pero no sabía qué
hacer para evitarlo.
En ese momento sonó la primera cacerola.
Curiosamente fue en un barrio alejado del centro, tanto, que cuando volvió
a sonar el celular oficial ya habían pasado unos cuantos minutos.
Ahora el sonido crecía en todas las casas, se apropiaba lentamente
de las calles y avanzaba en ola sobre Plaza de Mayo. El ministro sólo
pensaba en los ejércitos de sombras y en su familia, también
acorralada en el Gran Buenos Aires, y en los saqueos y en los muertos.
Así que el ruido de las cacerolas sólo le produjo un arranque
de furia. Tampoco sabía que era justamente ese ruido el que evitaría
la masacre.
La gente se apoderó de la noche. Tanto, que no quedó espacio
para los rumores, esos que anunciaban asaltos y carnicerías. Dejaron
de sonar los celulares de los ministros y la policía acuarteló
a sus hombres. Todo el escenario de la política quedó ocupado
por una multitud convertida en marea que desafiaba los demasiado familiares
ritos de la muerte. Los gritos de protesta acallaron los de miedo y la
postergada revancha se convirtió en el recuerdo de algo que nunca
ocurrió.
Horas después los caceroleros volvieron a casa borrachos de poder,
calor y vagas esperanzas. Habían echado a un ministro y acorralado
a un presidente. No sabían que también habían conjurado
los demonios del estallido social ni que estaba por comenzar la batalla
por Plaza de Mayo.
En los calientes días que siguieron muchos soñaron que esas
fragorosas jornadas callejeras del 19 y 20 de diciembre renovarían
de una vez y para siempre la política nacional. Que el que
se vayan todos era algo más que un grito de desesperación
por las ilusiones y los ahorros perdidos. Preferían ignorar que
del miedo sólo surge más miedo, que la angustia no construye
alternativas. Un año y medio después, esos sueños
parecen quebrados. Los paraísos artificiales se disuelven en sufridos
purgatorios.
Pero esa noche el ruido de la gente tapó el ruido de las armas
y evitó la excusa que esperaba más de uno para desatar sus
fantasmas. La conjura imposible que ahogaría los restos institucionales
en los desesperados reclamos de orden. Es cierto, esa noche no nació
la Argentina soñada, pero se evitó que desbarrancara la
tambaleante Argentina democrática.
Nadie, nunca, podrá decir que fue poco.
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