Retrotraerse
20 años cuando uno tiene 42 impone recorrer quizá la parte
más importante de su vida. En 1983 recuperamos la democracia y
el autor de esta columna comenzaba su carrera de periodista. Antes, en
los años del terror, cuando la extrema juventud mezclaba principios
con temeridad, este periodista, que aún no lo era, se había
afiliado a un partido político cuya costumbre era mandar a sus
militantes, en pleno 1977, a pintar paredes con consignas rebuscadas y,
fundamentalmente, largas, largas para escribirlas rápido, de noche,
con el temor de que apareciera el patrullero o, lo que implicaba un mismo
y terrible destino, un Falcon sin patente.
Una noche cualquiera, nuestro responsable político nos reunió.
Dos de nosotros íbamos a pintar y otros dos a hacer de campana
en las esquinas. Uno de los paredones donde había que estampar
la consigna con aerosol era un costado del colegio universitario al cual
yo asistía. Un compañero iba a pintar y yo estaría
parado al lado de él, mirando a nuestras campanas, dos chicas que
coincidieron en la extraña lógica de asistir aquella noche
calzadas con zapatos con taco alto, ideales para salir corriendo si hacía
falta. La consigna a pintar, recuerdo, era Por un frente antiimperialista
latinoamericano. Mi amigo y camarada pintaba tan rápido,
tal era el miedo que teníamos, que no se le veían las manos.
Pintamos cuarto paredones, todos con una velocidad envidiable. Nadie nos
vio, ni la cana ni la patota aparecieron aquella noche de otoño
de 1977. Al día siguiente, a la luz del día, fuimos a ver
nuestra faena, entonces comprendimos por qué habíamos hecho
tan rápido: no se entendía nada; mi amigo había escrito,
parecía, con trazos taquigráficos, que no lo eran. Nos jugamos
el pescuezo al cuete.
Recuperar la democracia fue un sueño. Estábamos, quienes
no éramos alfonsinistas, tan exultantes como cualquier radical.
Eran las épocas del entusiasmo y de la reproducción simpática
de algunas gimnasias de los 70: los grandes actos, las manifestaciones,
la Plazas llenas, el voluntarismo, y la fiesta popular, recuperar las
calles, guardar los documentos en la mesita de luz y no llevarlos encima
y prepear a la cana cuando nos lo pedían sin motivo. Taradeces
de mozuelo que creía comerse la vida a tarascones; todo estaba
preparado para eso. Los levantamientos de Semana Santa, Monte Caseros
y, después, de diciembre del 90 nos cambió la perspectiva.
Las frustraciones económicas, las leyes de impunidad, las mentiras
electorales, apenas fueron compensadas con el juicio a las Juntas. Así
era viene siendo la democracia argentina; rara, como encendida,
y nunca previsible.
El 27 de abril caminaba hacia la Facultad de Derecho con mi hijo mayor,
Patricio, de seis años. Iba a cumplir el ritual de votar con él,
como hago desde hace cinco años. El año entrante iré,
además, con mi otro hijo, Alvaro, de dos años. Patricio,
que es el encargado de meter el sobre en la urna, me preguntó:
¿Por quién vamos a votar?
Por Fulano respondí.
¿Por qué?
Porque es el mejor de todos, es honesto y está preocupado
por los pobres.
Los pobres son muchos reflexionó Pato.
Lamentablemente dije.
¿Y Fulano va a hacer que dejen de ser pobres?
Veremos. Todavía no lo sabemos.
¿Y si no lo sabemos por qué lo votamos?
Porque así es la democracia: también es una cuestión
de creer.
Patricio me miró sin demasiado convencimiento. A su edad gusta
de las definiciones categóricas. Cuando no puede obtenerlas, se
queda pensando, callado. Ante su silencio, mientras caminábamos,
le conté:
¿Sabías que había una época en que no
podíamos votar?
¿Por qué?
Porque gobernaban los militares. Ellos y un grupo de civiles creían
que la gente no podía elegir al Presidente. Y tenían las
armas, por eso se mantenían en el Gobierno.
Eran malos reflexionó Patricio.
Malísimos aboné.
¿Eran nazis?
Parecidos.
Con razón.
Como todas las elecciones desde hace cinco años, Patricio metió
el voto en la urna. Sonreía, como en todas elecciones desde hace
cinco años, inocente de la boleta que contenía el sobre.
Con suerte, dentro de unos años él, yo y Alvaro, votaremos
cada uno con nuestra boleta. Ya estarán entrenados y serán,
quizá, menos inocentes. La democracia estará allí,
con suerte mejor de lo que es ahora, más representativa, más
justa, con mecanismos más cercanos a la gente. Así y todo,
no puedo dejar de alegrarme hasta las lágrimas cada vez que Pato
mete el sobre en la urna.
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