Corleone presidente
Por Juan
Ignacio Boido
La mafia,
como la lava, viene de abajo, emerge y llega a la cima para derramarse
sobre la superficie, pero no con el incontestable propósito de
modificar la geografía de la montaña sino todo lo contrario:
para petrificarla.
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En su último
diálogo antes de morir, Vito Corleone le confiesa a su hijo la
inconsolable frustración que se lleva a la tumba: Nos faltó
tiempo. Un poco más. Por eso quise que fueras a la universidad.
Para que no dependieras de los cerdos que mandan, para que algún
día llegaras a ser alguien: senador Corleone, gobernador Corleone.
La respuesta de Michael es solemne y perfecta como las tragedias: Ya
vamos a llegar, papá, ya vamos a llegar. El resto de la saga
no es más ni menos que la saga de esa obsesión. Y nunca
en su ascenso Michael se muestra tan seguro, tan satisfecho, como en ese
momento de El Padrino III en el que, casi limpio, casi en la cima, casi
salvado del oprobio de obedecer, le dice a un sobrino un poco tonto: Ya
no necesito matones, necesito abogados. Lección fundamental:
uno llega con matones, pero se mantiene con abogados. La mafia, como la
lava, viene de abajo, emerge y llega a la cima para derramarse sobre la
superficie, pero no con el incontestable propósito de modificar
la geografía de una montaña demasiado escarpada sino todo
lo contrario: para petrificarla. Así nacen los linajes.
Pero... Víctima de la misma materia con que están hechos
sus sueños, Michael Corleone no puede prescindir de los matones.
El fin, a veces, no puede prescindir de los medios. Los matones lo hicieron
y ahora le exigen su porción. Para eliminarlos necesita matones,
no abogados. Donde no hay ley sino lealtad, el abogado es el camino, pero
el matón es el atajo. Son los matones, y no los abogados, los que
ejecutan: reclutan, aprietan, eliminan. Pero, sobre todo, son la pieza
fundamental del tan parco como ineludible sistema de comunicación
mediante el que negocian las fuerzas que los empujan: son los mensajeros.
No hay mafia sin mensaje. El mensajero nunca llama dos veces. Y El Padrino,
por supuesto, está lleno de mensajes. Pero no hay mensaje más
eficaz que el que llega como el aire, de la nada: el primero de toda la
película: el presidente (de un estudio de Hollywood) no quiere
otorgar lo que el Padrino quiere. El presidente no negocia y echa al representante
del Padrino de su casa. El presidente se va a dormir. A la mañana
siguiente, muy temprano, como de la nada, el aire entra levantando las
cortinas de la habitación del presidente. El presidente siente
algo raro. Se despierta. El presidente siente que tuvo un sueño
húmedo. Tantea entre las sábanas. Es húmedo, pero
no fue un sueño. El presidente se mira la mano. El presidente ve
sangre. El presidente se toca, pero no se encuentra agujeros. El presidente
se destapa. Y ahí, reluciente, mensaje rojo y negro sobre sábanas
blancas como la rendición, el presidente encuentra la cabeza cortada
de su caballo favorito. El mensajero nunca llama dos veces. El presidente
tiene abogados, el Padrino tiene matones. El presidente otorga lo que
el Padrino quiere.
Quedará por ver si otro puede llegar a presidente sin despertarse
un día con las manos de Perón sobre la almohada.
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