El Todo argentino
Por Alan Pauls

“Quizá para fomentar su prestigio como plaza turística ante los extranjeros que vienen aquí –hasta la Plaza de Mayo ensangrentada, las fábricas recuperadas, las asambleas barriales, los clubes de trueque– como quien visita una de las últimas reservas de pasión del mundo.”

Créase o no, la democracia argentina cumple 20 años. Créase o no, yo y muchos como yo, nacidos alrededor de 1960, ya podemos decir que “hemos vivido en democracia prácticamente la mitad de nuestras vidas”. Algo que dicho en 1980, por ejemplo, hubiera sonado como una fantasía extraterrestre, una infracción escandalosa (y completamente inverosímil) a las reglas más evidentes de la realidad. Y sin embargo yo y muchos como yo seguimos sin poder pronunciar esa constatación de manera desnuda, directa, sin relativizarla con la prudencia, la desconfianza, el sarcasmo o el cinismo de ese par de comillas. Puede, en efecto, que la democracia no sea más que eso: la neurosis hecha régimen político. El ejercicio perpetuo (ya no el padecimiento) de la insuficiencia, la decepción, la insatisfacción, el desencanto. Lo que no es poco –dicen algunos– para un país tan tentado por el éxtasis de la psicosis como la Argentina. Si fuera así, la democracia sería –para esos borderlines que somos los argentinos– una suerte de disciplina terapéutica global, encargada de reemplazar la intensidad heroica de los abismos (y sobre todo la necesidad de esa intensidad) por la monotonía más pampeana de una negociación diaria entre partes, hecha de pormenores modestos, siempre al borde del sopor y el burocratismo administrativo pero también, a la vez, siempre previsible.
Puede ser. El problema, claro, es la manera idiosincrática que la Argentina tiene de interpretar, y ejecutar, ese libreto tan tedioso y tan razonable. Quizá para fomentar su prestigio como plaza turística ante los extranjeros, que vienen hasta aquí –hasta la Plaza de Mayo ensangrentada, las fábricas recuperadas, las asambleas barriales, los clubes de trueque, las vidrieras blindadas de los bancos– como quien visita una de las últimas reservas de pasión del mundo, la Argentina se pregunta: ¿por qué elegir una cosa? ¿Por qué quedarnos con la anemia y renunciar a la psicosis? ¿Por qué no tenerlo todo? (Tal vez ése sea el sentido secreto del slogan que arrulló nuestras infancias: “Argentina es un país que lo tiene todo”. Todo: la combinación más perfecta de catástrofe y de resignación, de irracionalidad y de conformismo –no “todos los climas, los paisajes y las materias primas”, el folleto con el que nos tuvieron engañados durante años.)
Una vez más, el Todo Argentino ha quedado a la vista –intenso y desolador, payasesco y deprimente– con las últimas elecciones presidenciales, un folletín que nos reveló, entre otras cosas, qué puede salir de la cruza telúrica de psicosis y management democrático. Sale... suspenso. Esa triste emoción de telefilm es todo lo que parece depararnos hoy la política. Hay nuevo presidente y no es Menem: en esa patética conclusión de reality show –era tan obvio que el bueno de Kirchner iba a ganar como que el depravado de Menem era la única razón por la que veíamos el programa– descansa todo nuestro entusiasmo. Uno de los pocos entusiasmos que es capaz de producir una democracia que en 20 años sólo contribuyó a expandir tres maquinarias: la maquinaria del mercado (que destituyó a las instituciones públicas), la de los encuestadores (que destituyó todo principio de reflexión) y la de la televisión (que destituyó toda otra forma de narrar nuestra experiencia). Me temo que sólo alguien que milite en alguno de estos tres gremios privilegiados festejará con algún alborozo el próximo 10 de diciembre.