Sin adjetivo
Por Rodrigo Fresán

“Así que no me olvido de esos días en que hacía el servicio militar obligatorio. Alfonsín había prometido eliminarlo, había votado a Alfonsín por eso y, ups, ahí estaba cuerpo a tierra durante el primer año de Alfonsín presidente.”

Sentir que veinte años (de democracia) no es nada. O sí. En cualquier caso –es más que pertinente apuntarlo– está claro que de lo que aquí se habla, lo que se festeja o se padece, son veinte años de democracia argentina. Y semejante adjetivo –argentina o argentino– tiene por maldita costumbre desequilibrar el karma del sujeto, de la democracia en cuestión. Ya se sabe, se lo repite una y otra vez: la democracia es ese estado social supuestamente más cercano a la perfección, pero –he aquí la letra pequeña del contrato– diseñado por ese animal menos cercano a la perfección conocido como hombre. Así, en nombre de la democracia suelen cometerse los más dictatoriales crímenes.
Escribo esto casi cumpliendo cuarenta años y, entonces, que la mitad de mi vida al día de hoy ha transcurrido entre casas en orden y síganme y –contemplados desde la distancia– corralitos y cacerolas y una vertiginosa sucesión de efímeros mini-presidentes que acabaron consolidando nuestro destino bananero cada vez más lejos de esa utopía europeísta que soñaron nuestros próceres y abuelos. La otra mitad de mi vida –la primera– conoció chispazos demócratas igualmente efímeros: Illia (de quien no recuerdo absolutamente nada) y Cámpora-Perón-Isabel-Lopecito, de quienes, por desgracia, recuerdo demasiado.
Y aquí se me pide que recuerde una epifanía democrática. Un equivalente a magdalena proustiana y cívica en estas dos décadas que pasaron y nos pasaron por encima.
De entrada se me ocurren un par. Y poco y nada me sorprende que estén inevitablemente ligadas a lo castrense, a lo poco democrático; porque mi generación creció y se educó dentro de esa dimensión conocida: los malos de uniforme y los buenos de civil. Sencillito.
Así que no me olvido de esos días en que hacía el servicio militar obligatorio. Alfonsín había prometido eliminarlo, había votado a Alfonsín justo por eso y, ups, ahí estaba cuerpo a tierra durante el primer año de Alfonsín presidente, durante la breve primavera alfonsinista, preguntándome qué había pasado y carrera march. Yo escuchando la arenga de ese teniente coronel quien, desesperado, nos aseguraba: “Ahora ustedes son lo único que tenemos, lo que nos queda; así que les vamos a cagar la vida”. Y la verdad es que nos la cagaban; pero había algo de gracioso en eso de ser testigo sufrido pero privilegiado de la “tristeza” de esta clase gobernante súbitamente exiliada al pequeño reino de un regimiento.
Tampoco me olvido de Menem –quien, hay que reconocérselo, sí eliminó el servicio militar obligatorio– apuntando los tanques de guerra contra el sublevado edificio del Comando en Jefe del Ejército y disparando plomo y pólvora ante la mirada incrédula de los amotinados que no podían comprender qué había pasado, cómo era posible que el guión de siempre hubiera cambiado tanto y tan de golpe y de estado.
Pero voy a ser sincero: a la hora de recordar las horas más dulces de la democracia, lo que más atesoro y extraño –el reflejo más automático y más sincero al mismo tiempo– tiene que ver con aquel Buenos Aires under y rebelde que nació justo después de la Guerra de Malvinas y se extendió hasta la llegada de las elecciones. En realidad, ya sé, no era la democracia todavía, la democracia aún no había llegado; pero sí era la agonía de una dictadura y ¿habrá algo más sublime y puramente democrático que esas noches donde la democracia se gesta y se la siente acercarse, inmaculada y potente y nueva, rugiendo y riendo a carcajadas desde el horizonte? No lo creo; y en más de una ocasión algún joven argentino menor de treinta años me envidió el haber disfrutado de ese momento único y tal vez perfecto. Tiene razón: a mí también me hubiera molestado no haber estado allí. Recuerdo que todo estaba por hacerse y que todo se deshacía: los malos retrocedían derrotados de regreso a sus cuevas como los Blue Meanies en Yellow Submarine; los buenos todavía no habían cometido ninguno de esos catastróficos e incomprensibles e imperdonables errores que suelen cometer los buenos; y la democracia era –en esos resistentes sótanos de la resistencia– una democracia a secas, una democracia teórica sin ninguna de las heridas o la fatiga de materiales de su puesta en práctica. Una democracia a la que todavía le quedaban unos cuantos meses de inocencia y sabiduría. Una democracia sin ese maldito adjetivo de siempre que, enseguida, complica las cosas y nos complica a todos.