Estábamos
mirando la tele, mi hijo mayor y yo. Hora Clave, cuando salía
en días de semana. Fue hace ocho o nueve años; Manuel ahora
tiene 24. El espectáculo (la denominación es cabal) era
una mesa-debate sobre los derechos de los gays. El escenario era Grondona
puro: un par de representantes de la CHA (o algo así) y dos trogloditas
de derecha de escasa representatividad y enorme agresividad. Pertenezco
a ese tramo de público que mira ciertos programas para indignarse,
para increpar al televisor, vaya a saber uno si para autoafirmarse o masoquearse.
Manuel seguía distraído el debate hasta que la virulencia
de los invitados de paleoderecha lo motivó a un comentario, visiblemente
más contenido y perplejo que mis imprecaciones al tubo catódico.
No entiendo cómo puede haber gente que discrimine a los gays.
Comentó y me hizo pensar. Lo primero que le dije fue algo así
como una paráfrasis de una vieja broma de Gila.
A mí me asombra que te asombres.
E intenté explicarle o explicarme. La tolerancia, la no discriminación
a los que son diferentes o minoría eran, para mi hijo, parte del
paisaje. Para mí, en cambio, se trataba de una adquisición.
Y, cabe reconocer, de un esfuerzo personal. Cuando yo era chico, por caso
cuando tenía su edad, discriminar a los gay no era monopolio del
Opus Dei. Más bien era una suerte de obligación de cualquier
hijo de familia. Es más, yo a su edad no sólo no hubiera
pensado que era exótico discriminar. Es más, casi no debía
tener incorporado el término discriminación... como no fuera
referido al antisemitismo. Valores autoritarios, machistas, sectarios
eran el menú común de gente como él, treinta años
atrás. Y queda claro que yo no me eduqué ni en el Colegio
Militar ni en la Rusia de los zares sino en el barrio de Caballito, en
la escuela pública, en la UBA.
Mi generación transitó muchas intolerancias, algunas menos
recordadas de ordinario que las políticas. La intolerancia al distinto,
la represión en materia de costumbres, los límites a la
expresividad personal eran feroces, algo que no recordamos tanto cuando
memoramos (y a menudo endiosamos) los años locos.
Vayan algunas costumbres que ni por asomo se podían practicar en
forma pública y ahora honran, honramos muchos. Besarse las parejas
en la calle o en lugares públicos. Comer por la calle (salgo que
fueran helados, en lugares safe). Besarse entre hombres a modo de saludo.
Sentarse en la vereda. Hacer algún gesto que revele amor homosexual.
Rebatir argumentos de autoridad. Exigir razonamientos democráticos
y autolimitación a quienes ocupan lugares de poder o de prestigio.
Exigir debates, cierto tono igualitario, así sea en una mesa armada
por Mariano.
Lo que quiero expresar es que, amén de las rutinas electorales,
lo que ha venido creciendo es una tendencia a la democratización
de la vida cotidiana, al pluralismo, a la tolerancia. Claro, clarísimo,
que esos valores no han triunfado como quien gana una guerra de ocupación.
Se trata de valores sociales, en permanente tensión y adquisición.
Pero mucho se ha avanzado, así fuera en la imposición de
ciertas agendas aun a los más intolerantes, incluyendo esos energúmenos
de cuya existencia mi hijo se permitía dudar.
Pobres de solemnidad, deprimentes han sido los desempeños de los
gobiernos surgidos del voto popular desde el 83, pero bastante se
ha avanzado en materia de libertades públicas. Tanto como para
que mi hijomayor, que empezó su primaria en democracia, considere
naturales conductas que su padre progre (si se toma el trabajo
de pasar la película) observa poniendo entre
paréntesis la tendencia al bajón propia de su subcultura
con un alegre asombro.
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