La
familia G. vivía en el exterior cuando el país recuperó
la democracia. Por entonces, muchos de los que se habían ido con
la dictadura armaron sus valijas y su carga de ilusiones y volvieron.
Era una época en la que volver era participar de la construcción
democrática, compartir ideales. La Argentina, en ese contexto,
era un lugar lleno de sueños posibles, por el que valía
la pena apostar.
Algunos, claro, no volvieron. Habían armado otros proyectos afuera,
familiares y profesionales, y el regreso no cabía. Pero muchos
de ellos, como los G., acariciaban la idea: tal vez más adelante,
si las cosas se daban... Durante varios años, y pese a los primeros
desengaños, el país siguió siendo visto desde afuera
como un lugar deseado.
Si conseguimos un trabajo en lo nuestro, volvemos decían
entonces. Nos gustaría que los chicos crecieran en el país,
junto a nuestra familia, con nuestro idioma.
Pero a los G. las cosas no se les dieron. Siguieron afuera con su carga
de nostalgia, vinieron cada tanto de visita y cada vez volvieron a desgarrarse
al partir. Los hijos crecieron y dejó de interesarles venir al
país, donde no tienen amigos y cuyo idioma hablan con dificultad.
En cierto momento, cuando la crisis se profundizó y la emigración
empezó a acelerarse, los G. se dijeron con satisfacción
que había sido mejor. Pero era una satisfacción agridulce,
cargada de tristeza.
A partir del año 2000 y hasta los primeros meses del 2002, la emigración
se convirtió en avalancha. Se calcula que en ese tiempo se fueron
unas 200 mil personas, multiplicando por diez el ritmo de años
anteriores. Eran, fundamentalmente, integrantes de la clase media que
veían cómo se caían sus proyectos y hasta su posibilidad
de proyectar.
Estamos pensando en irnos decía en medio de la crisis
el matrimonio M., amigo de los G.. Sobre todo por los chicos, queremos
que crezcan en un país que les dé posibilidades, donde puedan
soñar con algo mejor.
M. acababa de perder el trabajo y, aunque seguían sobreviviendo
con changas y ahorros, algo se había quebrado. Ya no creía
que fuera posible construir acá.
La última ola de emigración tuvo características
inéditas, no sólo por su masividad sino por la precariedad
con que muchos la encararon. Decenas de miles se fueron como ilegales,
sin trabajo, sin contactos, sin dinero. Sólo llevaban la fantasía
de un Primer Mundo generoso y se dieron contra la pared.
La mayoría de los que partieron en esas condiciones hoy sienten
el sabor del fracaso. Algunos volvieron. Otros, miles de otros, siguen
afuera. No tienen medios para volver, no tienen adónde volver o
conservan aún la ilusión de un golpe de suerte que cambie
su situación y que les devuelva la fantasía de que en algún
lado es posible planear un futuro mejor.
Los M. finalmente no se fueron, pero aún mastican la amargura del
desempleo y la pérdida de sus proyectos. Cada tanto piensan que
tal vez sería mejor probar afuera. Como tantos otros, se sienten
un poco estafados y se preguntan dónde quedó aquella fantasía
del progreso que este país alguna vez les inculcó. Si algo
mejoró en estos años fue que los miles que se fueron no
debieron hacerlo para salvar su pellejo. Pero la promesa del crecimiento,
aquella famosa frase de Alfonsín con la democracia
se come, se cura y se educa hoy parece un chiste. Más
que un chiste, una deuda enorme que saldar.
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