Ir y volver
Por Andrea Ferrari

“La última ola de emigración tuvo características inéditas, no sólo por su masividad sino por la precariedad con que muchos la encararon. Decenas de miles se fueron como ilegales, sin trabajo, sin contactos, sin dinero.”

La familia G. vivía en el exterior cuando el país recuperó la democracia. Por entonces, muchos de los que se habían ido con la dictadura armaron sus valijas y su carga de ilusiones y volvieron. Era una época en la que volver era participar de la construcción democrática, compartir ideales. La Argentina, en ese contexto, era un lugar lleno de sueños posibles, por el que valía la pena apostar.
Algunos, claro, no volvieron. Habían armado otros proyectos afuera, familiares y profesionales, y el regreso no cabía. Pero muchos de ellos, como los G., acariciaban la idea: tal vez más adelante, si las cosas se daban... Durante varios años, y pese a los primeros desengaños, el país siguió siendo visto desde afuera como un lugar deseado.
–Si conseguimos un trabajo en lo nuestro, volvemos –decían entonces–. Nos gustaría que los chicos crecieran en el país, junto a nuestra familia, con nuestro idioma.
Pero a los G. las cosas no se les dieron. Siguieron afuera con su carga de nostalgia, vinieron cada tanto de visita y cada vez volvieron a desgarrarse al partir. Los hijos crecieron y dejó de interesarles venir al país, donde no tienen amigos y cuyo idioma hablan con dificultad. En cierto momento, cuando la crisis se profundizó y la emigración empezó a acelerarse, los G. se dijeron con satisfacción que había sido mejor. Pero era una satisfacción agridulce, cargada de tristeza.
A partir del año 2000 y hasta los primeros meses del 2002, la emigración se convirtió en avalancha. Se calcula que en ese tiempo se fueron unas 200 mil personas, multiplicando por diez el ritmo de años anteriores. Eran, fundamentalmente, integrantes de la clase media que veían cómo se caían sus proyectos y hasta su posibilidad de proyectar.
–Estamos pensando en irnos –decía en medio de la crisis el matrimonio M., amigo de los G.–. Sobre todo por los chicos, queremos que crezcan en un país que les dé posibilidades, donde puedan soñar con algo mejor.
M. acababa de perder el trabajo y, aunque seguían sobreviviendo con changas y ahorros, algo se había quebrado. Ya no creía que fuera posible construir acá.
La última ola de emigración tuvo características inéditas, no sólo por su masividad sino por la precariedad con que muchos la encararon. Decenas de miles se fueron como ilegales, sin trabajo, sin contactos, sin dinero. Sólo llevaban la fantasía de un Primer Mundo generoso y se dieron contra la pared.
La mayoría de los que partieron en esas condiciones hoy sienten el sabor del fracaso. Algunos volvieron. Otros, miles de otros, siguen afuera. No tienen medios para volver, no tienen adónde volver o conservan aún la ilusión de un golpe de suerte que cambie su situación y que les devuelva la fantasía de que en algún lado es posible planear un futuro mejor.
Los M. finalmente no se fueron, pero aún mastican la amargura del desempleo y la pérdida de sus proyectos. Cada tanto piensan que tal vez sería mejor probar afuera. Como tantos otros, se sienten un poco estafados y se preguntan dónde quedó aquella fantasía del progreso que este país alguna vez les inculcó. Si algo mejoró en estos años fue que los miles que se fueron no debieron hacerlo para salvar su pellejo. Pero la promesa del crecimiento, aquella famosa frase de Alfonsín –“con la democracia se come, se cura y se educa”– hoy parece un chiste. Más que un chiste, una deuda enorme que saldar.