Salí
como siempre mirando a todos lados. Hay que ser cuidadoso en la calle.
La verdad, no era complicado lo de hoy. Tenía que fotocopiar los
libros y entregarlos en una dirección. Fui hasta el quiosco de
la fotopiadora, donde más o menos me conocen. Siempre me dejan
fotocopiar a mí mismo, pero esta vez el muchacho del quiosco se
me adelantó, agarró los libros y empezó a fotocopiarlos
él. Pero miraba cada página, lo cual me ponía nervioso:
así no terminábamos más y se me hacía tarde;
había salido con tiempo, pero tenía que ser puntual. Me
devolvió los libros y las fotocopias con complicidad. Metí
todo en la mochila que abultaba y pesaba (sobre todo pesaba) mucho más
de lo que yo hubiera querido, enfilé hacia el subte. En la puerta
del banco había un par de policías; pero estaban conversando
y no prestaban mucha atención a lo que ocurría a su alrededor
y los esquivé sin problemas. Ni me miraban, y eso que los libros
abultaban bastante.
El subte tardaba demasiado en venir y, como siempre, me ponía nervioso
toda esa gente junta, cada uno con su problema, cada uno envuelto en su
propio misterio clandestino. Había en el ambiente una solemnidad
enervante, como si estuvieran esperando una gran oportunidad. Y yo ahí
cargando la mochila con los libros y pensando que tenía que ser
puntual. La persona a quien tenía que entregar las cosas no me
conocía y yo tampoco a ella; si llegaba tarde a la cita, no me
iba a esperar. Pero llegué. Por un pelo, pero llegué. Intercambiamos
las cosas, y salí más aliviado; ahora la mochila era una
pluma. Eso me puso de buen humor.
Tenía que pasar por el banco, pero me había olvidado los
documentos. Pensé en volver a buscarlos, pero al final decidí
ir al banco igual, correr el riesgo. Y todo porque estaba de buen humor.
Pero cambié a tiempo: era inútil los cajeros eran
estrictos y no iban a cambiar porque yo estuviera de buen humor,
me olvidé del banco por hoy y me fui a la facultad.
Había bastante gente en el hall, pero subí directamente
al Instituto, donde me encontré con unos colegas reunidos que estaban
echando pestes contra el director, contra el decano y contra el rector
en orden descendente. En algunas cosas tenían razón y en
otras no, pero como yo estaba de buen humor por haber llegado a tiempo
a la cita y haberme librado de los libros y (sus) respectivas fotocopias,
hablé más pestes del decano que todos ellos juntos. Y la
verdad es que el decano era un tipo de lo más anodino, pero bueno,
yo estaba de buen humor. Después, estuve trabajando hasta que empezó
a oscurecer. Esa era la hora, ahí estaba la cosa. Cuando empezaba
a oscurecer.
Cayeron unos amigos a cenar; mucha gente reunida era una complicación,
hubo que improvisar algo; se habló de cine, de libros pensé
en los libros que había cargado a la mañana, y enseguida
pasamos a la política. Empezábamos a hablar en susurros,
pero inevitablemente el tono de voz iba in crescendo, hasta alcanzar un
cierto nivel, y luego bajaba automáticamente, como si nuestros
entrenados oídos tuvieran un sensor que midiera con exactitud el
número de decibeles, y un sistema automático que se conectaba
con la garganta y bajaba el volumen hasta hacerlo inaudible. Las Madres
de Plaza de Mayo, los militares, los desaparecidos, los sensores avisan.
Era como un oleaje de sonido que subía y bajaba al compás
de la temática, el cansancio de las gargantas y el alerta de los
oídos. Los amigos asesinados, los decibeles, el tono de voz que
sube y luego baja, los secuestrados, los desaparecidos; siempre alertas.
Bajando y subiendo la voz, hasta que con no sé qué tema
empezamos a discutir en serio: las voces subieron y subieron, los sensores
avisaron y se pusieron en rojo, se agudizaron, pero esta vez la señal
desesperada no fue obedecida, y después de insistir tres o cuatro
décimas de segundo, los sensores se cansaron, exhaustos y se apagaron
para siempre, nos descontrolamos y la discusión derivó en
un griterío infernal, que podía escuchar medio edificio.
Al final se fueron. Me recosté contra el fondo sonoro de la ciudad
dormida; era un silencio asfixiante, como el que precede a una tormenta
brutal. La sirena de una ambulancia que se alejaba parecía hacer
más espeso el ambiente. El edificio, también silencioso,
parecía un mecanismo dormido, pero alerta, al acecho, tenso con
la inopinada tensión de la noche, propensa al desastre y al estropicio.
Silencio absoluto, nada. Entonces despertó el gran tubo del ascensor,
el enorme animal mecánico se puso en movimiento y se detuvo en
mi piso. Las puertas tijera se abrieron. Los pasos de una mujer se retiraron
por el pasillo; alguien, a su lado, caminaba en zapatillas. Como todo
lo anunciaba, empezó a llover. Me dormía. Qué cosa,
pensé. Un día entero sin tener miedo.
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