Veinticuatro horas
Por Leonardo Moledo

Salí como siempre mirando a todos lados. Hay que ser cuidadoso en la calle. La verdad, no era complicado lo de hoy. Tenía que fotocopiar los libros y entregarlos en una dirección. Fui hasta el quiosco de la fotopiadora, donde más o menos me conocen. Siempre me dejan fotocopiar a mí mismo, pero esta vez el muchacho del quiosco se me adelantó, agarró los libros y empezó a fotocopiarlos él. Pero miraba cada página, lo cual me ponía nervioso: así no terminábamos más y se me hacía tarde; había salido con tiempo, pero tenía que ser puntual. Me devolvió los libros y las fotocopias con complicidad. Metí todo en la mochila que abultaba y pesaba (sobre todo pesaba) mucho más de lo que yo hubiera querido, enfilé hacia el subte. En la puerta del banco había un par de policías; pero estaban conversando y no prestaban mucha atención a lo que ocurría a su alrededor y los esquivé sin problemas. Ni me miraban, y eso que los libros abultaban bastante.
El subte tardaba demasiado en venir y, como siempre, me ponía nervioso toda esa gente junta, cada uno con su problema, cada uno envuelto en su propio misterio clandestino. Había en el ambiente una solemnidad enervante, como si estuvieran esperando una gran oportunidad. Y yo ahí cargando la mochila con los libros y pensando que tenía que ser puntual. La persona a quien tenía que entregar las cosas no me conocía y yo tampoco a ella; si llegaba tarde a la cita, no me iba a esperar. Pero llegué. Por un pelo, pero llegué. Intercambiamos las cosas, y salí más aliviado; ahora la mochila era una pluma. Eso me puso de buen humor.
Tenía que pasar por el banco, pero me había olvidado los documentos. Pensé en volver a buscarlos, pero al final decidí ir al banco igual, correr el riesgo. Y todo porque estaba de buen humor. Pero cambié a tiempo: era inútil –los cajeros eran estrictos y no iban a cambiar porque yo estuviera de buen humor–, me olvidé del banco –por hoy– y me fui a la facultad. Había bastante gente en el hall, pero subí directamente al Instituto, donde me encontré con unos colegas reunidos que estaban echando pestes contra el director, contra el decano y contra el rector en orden descendente. En algunas cosas tenían razón y en otras no, pero como yo estaba de buen humor por haber llegado a tiempo a la cita y haberme librado de los libros y (sus) respectivas fotocopias, hablé más pestes del decano que todos ellos juntos. Y la verdad es que el decano era un tipo de lo más anodino, pero bueno, yo estaba de buen humor. Después, estuve trabajando hasta que empezó a oscurecer. Esa era la hora, ahí estaba la cosa. Cuando empezaba a oscurecer.
Cayeron unos amigos a cenar; mucha gente reunida –era una complicación, hubo que improvisar algo–; se habló de cine, de libros –pensé en los libros que había cargado a la mañana–, y enseguida pasamos a la política. Empezábamos a hablar en susurros, pero inevitablemente el tono de voz iba in crescendo, hasta alcanzar un cierto nivel, y luego bajaba automáticamente, como si nuestros entrenados oídos tuvieran un sensor que midiera con exactitud el número de decibeles, y un sistema automático que se conectaba con la garganta y bajaba el volumen hasta hacerlo inaudible. Las Madres de Plaza de Mayo, los militares, los desaparecidos, los sensores avisan. Era como un oleaje de sonido que subía y bajaba al compás de la temática, el cansancio de las gargantas y el alerta de los oídos. Los amigos asesinados, los decibeles, el tono de voz que sube y luego baja, los secuestrados, los desaparecidos; siempre alertas. Bajando y subiendo la voz, hasta que con no sé qué tema empezamos a discutir en serio: las voces subieron y subieron, los sensores avisaron y se pusieron en rojo, se agudizaron, pero esta vez la señal desesperada no fue obedecida, y después de insistir tres o cuatro décimas de segundo, los sensores se cansaron, exhaustos y se apagaron para siempre, nos descontrolamos y la discusión derivó en un griterío infernal, que podía escuchar medio edificio.
Al final se fueron. Me recosté contra el fondo sonoro de la ciudad dormida; era un silencio asfixiante, como el que precede a una tormenta brutal. La sirena de una ambulancia que se alejaba parecía hacer más espeso el ambiente. El edificio, también silencioso, parecía un mecanismo dormido, pero alerta, al acecho, tenso con la inopinada tensión de la noche, propensa al desastre y al estropicio. Silencio absoluto, nada. Entonces despertó el gran tubo del ascensor, el enorme animal mecánico se puso en movimiento y se detuvo en mi piso. Las puertas tijera se abrieron. Los pasos de una mujer se retiraron por el pasillo; alguien, a su lado, caminaba en zapatillas. Como todo lo anunciaba, empezó a llover. Me dormía. Qué cosa, pensé. Un día entero sin tener miedo.