El helicóptero
Por Claudio Uriarte

“El helicóptero, en este plano de la retrospectiva, aparece como metáfora del aborto repetido de un proceso fracasado. Que surge de otro Proceso, que fracasó estrepitosa y sangrientamente también.”

Desde el helicóptero que extrajo a Isabel Perón de la Casa Rosada en 1976 en un golpe de Estado en regla, pasando por el que extirpó de la misma Casa a Fernando de la Rúa en lo que algunos piensan que fue un golpe de Estado blando en el 2001, llegando a un candidato presidencial que este año prometió que no se iría de la Casa Rosada “en helicóptero”, y a otro candidato –competitivo con el anterior– que eligió dar una especie de pre-golpe de Estado blando renunciando a su candidatura en la segunda vuelta –para no olvidar a otro que renunció a completar su mandato entre los incendios de los saqueos y de la hiperinflación–, las imágenes más recurrentes que me asaltan de 20 años de democracia argentina son de helicóptero, es decir de fuga indigna –cuyo referente más alto es la evacuación de la embajada estadounidense en Saigón, en 1975–, es decir de fracaso. Podrá parecer una visión sombría, pero la nueva democracia argentina, aun cuando haya sido fundada hace 20 años, me parece toda inquietantemente evocativa de símbolos y premoniciones que ya estaban presentes 27 años atrás, llenos de humo, fuego, caos y muerte. No es la imagen de un triunfo. Y lo peor es que todo viene siempre precedido de grandes expectativas, y –se presume– con las mejores intenciones.
Siempre hay grandes construcciones –el Tercer Movimiento Histórico, la llegada al Primer Mundo, el imperio de la ley y de la transparencia, la ruptura con el neoliberalismo– pero, por una perversa coincidencia, esas construcciones se desploman con un estrépito cada vez mayor: “la casa está en orden”, el Punto Final, la Obediencia Debida y el indulto suceden al juicio a las Juntas; la anarquía al Tercer Movimiento; la hiperdesocupación al Primer Mundo; la corrupción y la ineficacia a la anticorrupción y al imperio de la ley; y finalmente, en diciembre del 2001, los muertos de la Plaza y la vertiginosa sucesión de una serie de presidentes de papel, uno más ilegítimo que el otro. Visto con cierto cinismo práctico, esto no sería tan malo si ayudara a generar resultados positivos en algún otro lado: sería, para decirlo en términos hegelianos, una representación de “la astucia de la razón” en operaciones. Pero no existe tal cosa: no hay resultados, no hay ninguna astucia. El helicóptero, en este plano de la retrospectiva, aparece como metáfora del aborto repetido de un proceso fracasado. Que surge de otro Proceso, que fracasó estrepitosa y sangrientamente también. La democracia –y la dictadura que la precedió– como permanencia de una discontinuidad compulsiva. Como la repetición del helicóptero.
El pensador protofascista británico Thomas Carlyle deploró a finales del siglo XVIII que la democracia era “la desesperación de no encontrar héroes que nos dirijan”, y también “el caos provisto de urnas electorales”; Borges, en la década del ‘70 del siglo XX, lo imitó proclamando que era “un abuso de las estadísticas”, y deplorando que “América, trabada por la superstición de la democracia, no se decida a ser un imperio” (juzgando por las últimas acciones de la administración Bush, Georgie debería estar ahora menos preocupado). Desde luego, no se trata de descender a estas posiciones para criticar a la democracia sino de entender que la corrupción y el envilecimiento interno de los tres poderes democráticos –con su recurrente desenlace helitransportado– es la antesala de la toma de estas posiciones. Porque, si la república fracasa como tal, ¿cómo contestar a los posibles, futuros –y temibles– epígonos de Carlyle y de Georgie?