Desde
el helicóptero que extrajo a Isabel Perón de la Casa Rosada
en 1976 en un golpe de Estado en regla, pasando por el que extirpó
de la misma Casa a Fernando de la Rúa en lo que algunos piensan
que fue un golpe de Estado blando en el 2001, llegando a un candidato
presidencial que este año prometió que no se iría
de la Casa Rosada en helicóptero, y a otro candidato
competitivo con el anterior que eligió dar una especie
de pre-golpe de Estado blando renunciando a su candidatura en la segunda
vuelta para no olvidar a otro que renunció a completar su
mandato entre los incendios de los saqueos y de la hiperinflación,
las imágenes más recurrentes que me asaltan de 20 años
de democracia argentina son de helicóptero, es decir de fuga indigna
cuyo referente más alto es la evacuación de la embajada
estadounidense en Saigón, en 1975, es decir de fracaso. Podrá
parecer una visión sombría, pero la nueva democracia argentina,
aun cuando haya sido fundada hace 20 años, me parece toda inquietantemente
evocativa de símbolos y premoniciones que ya estaban presentes
27 años atrás, llenos de humo, fuego, caos y muerte. No
es la imagen de un triunfo. Y lo peor es que todo viene siempre precedido
de grandes expectativas, y se presume con las mejores intenciones.
Siempre hay grandes construcciones el Tercer Movimiento Histórico,
la llegada al Primer Mundo, el imperio de la ley y de la transparencia,
la ruptura con el neoliberalismo pero, por una perversa coincidencia,
esas construcciones se desploman con un estrépito cada vez mayor:
la casa está en orden, el Punto Final, la Obediencia
Debida y el indulto suceden al juicio a las Juntas; la anarquía
al Tercer Movimiento; la hiperdesocupación al Primer Mundo; la
corrupción y la ineficacia a la anticorrupción y al imperio
de la ley; y finalmente, en diciembre del 2001, los muertos de la Plaza
y la vertiginosa sucesión de una serie de presidentes de papel,
uno más ilegítimo que el otro. Visto con cierto cinismo
práctico, esto no sería tan malo si ayudara a generar resultados
positivos en algún otro lado: sería, para decirlo en términos
hegelianos, una representación de la astucia de la razón
en operaciones. Pero no existe tal cosa: no hay resultados, no hay ninguna
astucia. El helicóptero, en este plano de la retrospectiva, aparece
como metáfora del aborto repetido de un proceso fracasado. Que
surge de otro Proceso, que fracasó estrepitosa y sangrientamente
también. La democracia y la dictadura que la precedió
como permanencia de una discontinuidad compulsiva. Como la repetición
del helicóptero.
El pensador protofascista británico Thomas Carlyle deploró
a finales del siglo XVIII que la democracia era la desesperación
de no encontrar héroes que nos dirijan, y también
el caos provisto de urnas electorales; Borges, en la década
del 70 del siglo XX, lo imitó proclamando que era un
abuso de las estadísticas, y deplorando que América,
trabada por la superstición de la democracia, no se decida a ser
un imperio (juzgando por las últimas acciones de la administración
Bush, Georgie debería estar ahora menos preocupado). Desde luego,
no se trata de descender a estas posiciones para criticar a la democracia
sino de entender que la corrupción y el envilecimiento interno
de los tres poderes democráticos con su recurrente desenlace
helitransportado es la antesala de la toma de estas posiciones.
Porque, si la república fracasa como tal, ¿cómo contestar
a los posibles, futuros y temibles epígonos de Carlyle
y de Georgie?
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