Pibes de la democracia
Por Sergio Kiernan

“En realidad, lo que los hijos de la democracia no se creen son ciertos macaneos que formatearon a las generaciones anteriores, como que la política es íntimamente importante. ¿Cuánto hace que nadie encara a una chica preguntando ‘dónde militás’?”

Veinte años sin militares significa una generación enterita que nació sin ver uniformes en el poder. Significa que las proclamas golpistas son algo que se vio en la secundaria, como parte de una materia. Que la colimba y la censura son una mala anécdota de jovatos, que no hace falta hacer las cuentas que hacemos los nacidos con Frondizi, para saber cuándo cumplimos más años de vida bajo gobierno civil que bajo gobierno militar.
Conozco un pibe así, hijo de amigos, un chico cualquiera de esta generación. Va para los veinte, hace la facultad como puede, tiene la mirada todavía limpia, trabaja y curte esa austeridad cool que se inventaron como moda a fuerza de ganar dos mangos.
Estos pibes son tan raros y tan previsibles como son siempre los pibes. Por un lado creen que inventaron el mundo y que los anteriores somos vagamente sospechosos. Por el otro, suenan como viejos por algo que, a nuestros oídos, suena a cinismo. Es lo que neurotiza y enoja a los maduros biempensantes: la frase oficial es que los chicos “no creen en utopías”.
En realidad, lo que los hijos de la democracia no se creen son ciertos macaneos que formatearon la vida de las generaciones anteriores. No creen que la política sea tan íntimamente importante, no creen que la militancia sea el destino de la evolución humana, el eje de la existencia y el molde de la identidad propia. ¿Hace cuánto que nadie encara a una chica con la pregunta de dónde militás?
Los biempensantes neurotizados califican esto de frivolidad y menean la cabeza ante el lavado de cabeza que recibieron las nuevas generaciones, seguramente producto de la represión cultural de la dictadura. Eso es hacer pis errando al proverbial tarro. Los chicos de hoy no son frívolos. De hecho, enfrentan una realidad mucho más dura de la que enfrentaron sus críticos a esa edad: padres quebrados y arrasados por la interminable crisis, una pobreza avasallante acompañada de colegios destruidos y calles peligrosas, una desesperanza desorientada que se compone de historias individuales –en la familia, entre los amigos, en los diarios– siempre tristes y humillantes.
Estos son pibes que reinventaron los oficios para hacerse una vida. Quieren ser cocineros u hoteleros, profesiones que en mis tiempos eran proletarias, y viven de un modo filosóficamente gasolero, el estoicismo del que no se anima a tener una vida que cueste más de dos mangos para evitarse la desilusión, el quebranto. Entrar al mundo del trabajo solía ser la primera puerta a la adultez, la independencia. Hoy son trescientos mangos y dame las gracias.
Parados en esa realidad, es muy difícil que los pibes de la democracia se den el lujo de creerse la línea San Martín-Rosas-Perón, la conspiración nazi-nipo-fascista-peronista y otras lindezas por el estilo. Les garúa el tercer movimiento histórico y creen que el antidühring es algo para la presión. En esta película acelerada que es la política argentina, vieron desfondarse al radicalismo, hundirse al peronismo, levantarse a la corrupción corporativa, todo con la música de fondo del pataleo de izquierda, un coro anómico. Su mundo es uno de incertezas, violencia moral y vale todo. Su sabiduría es no comprar las recetas abarcativas, absolutas y moralmente ciertas que tantas pavadas sangrientas nos causaron. Son los acreedores de la quiebra del macaneo político argentino.
No son un mal producto estos chicos que cumplen veinte años, creen en los derechos humanos y ni pueden concebir bancarse el autoritarismo que nos inventó a nosotros. Dan gusto de tan concretos, tan idealistas para lo que cuenta, tan realistas. Y si son clientes exigentes, no se queje: nosotros los creamos.