Veinte
años sin militares significa una generación enterita que
nació sin ver uniformes en el poder. Significa que las proclamas
golpistas son algo que se vio en la secundaria, como parte de una materia.
Que la colimba y la censura son una mala anécdota de jovatos, que
no hace falta hacer las cuentas que hacemos los nacidos con Frondizi,
para saber cuándo cumplimos más años de vida bajo
gobierno civil que bajo gobierno militar.
Conozco un pibe así, hijo de amigos, un chico cualquiera de esta
generación. Va para los veinte, hace la facultad como puede, tiene
la mirada todavía limpia, trabaja y curte esa austeridad cool que
se inventaron como moda a fuerza de ganar dos mangos.
Estos pibes son tan raros y tan previsibles como son siempre los pibes.
Por un lado creen que inventaron el mundo y que los anteriores somos vagamente
sospechosos. Por el otro, suenan como viejos por algo que, a nuestros
oídos, suena a cinismo. Es lo que neurotiza y enoja a los maduros
biempensantes: la frase oficial es que los chicos no creen en utopías.
En realidad, lo que los hijos de la democracia no se creen son ciertos
macaneos que formatearon la vida de las generaciones anteriores. No creen
que la política sea tan íntimamente importante, no creen
que la militancia sea el destino de la evolución humana, el eje
de la existencia y el molde de la identidad propia. ¿Hace cuánto
que nadie encara a una chica con la pregunta de dónde militás?
Los biempensantes neurotizados califican esto de frivolidad y menean la
cabeza ante el lavado de cabeza que recibieron las nuevas generaciones,
seguramente producto de la represión cultural de la dictadura.
Eso es hacer pis errando al proverbial tarro. Los chicos de hoy no son
frívolos. De hecho, enfrentan una realidad mucho más dura
de la que enfrentaron sus críticos a esa edad: padres quebrados
y arrasados por la interminable crisis, una pobreza avasallante acompañada
de colegios destruidos y calles peligrosas, una desesperanza desorientada
que se compone de historias individuales en la familia, entre los
amigos, en los diarios siempre tristes y humillantes.
Estos son pibes que reinventaron los oficios para hacerse una vida. Quieren
ser cocineros u hoteleros, profesiones que en mis tiempos eran proletarias,
y viven de un modo filosóficamente gasolero, el estoicismo del
que no se anima a tener una vida que cueste más de dos mangos para
evitarse la desilusión, el quebranto. Entrar al mundo del trabajo
solía ser la primera puerta a la adultez, la independencia. Hoy
son trescientos mangos y dame las gracias.
Parados en esa realidad, es muy difícil que los pibes de la democracia
se den el lujo de creerse la línea San Martín-Rosas-Perón,
la conspiración nazi-nipo-fascista-peronista y otras lindezas por
el estilo. Les garúa el tercer movimiento histórico y creen
que el antidühring es algo para la presión. En esta película
acelerada que es la política argentina, vieron desfondarse al radicalismo,
hundirse al peronismo, levantarse a la corrupción corporativa,
todo con la música de fondo del pataleo de izquierda, un coro anómico.
Su mundo es uno de incertezas, violencia moral y vale todo. Su sabiduría
es no comprar las recetas abarcativas, absolutas y moralmente ciertas
que tantas pavadas sangrientas nos causaron. Son los acreedores de la
quiebra del macaneo político argentino.
No son un mal producto estos chicos que cumplen veinte años, creen
en los derechos humanos y ni pueden concebir bancarse el autoritarismo
que nos inventó a nosotros. Dan gusto de tan concretos, tan idealistas
para lo que cuenta, tan realistas. Y si son clientes exigentes, no se
queje: nosotros los creamos.
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