La identidad por el teatro
Por Hugo Soriani

“Ahora Lucía está sentada en un banco del Parque Centenario y acaricia la foto que le dio Estela en la sede de Abuelas. La foto está ajada, amarilla, pero se nota bien la cara retratada: pelo lacio, mirada suave y un lunar en la mejilla derecha. Dicen que es igualita a ella, eso dicen.”

Lucía se acaricia el lunar de su mejilla derecha. Está tirada en la cama con la mirada fija en el techo y ya no siente ganas de adivinarles formas a las manchas de humedad. “Vuela esta canción para ti, Lucía”, canta Serrat desde su mesita de luz, pero esta vez siente que el tema no fue escrito para ella. Debe haber otra Lucía en algún otro lado capaz de inspirar esos versos. ¿O será acaso que ella no es Lucía?
Acaba de venir del teatro; de chica siempre le gustó el teatro y ahora, casi con 26 años, sigue fantaseando con algún personaje de los que representaba en el colegio o en el cumpleaños de alguna amiga.
Ponerse en la piel de otro, vestirse y pintarse, hablar y llorar. Era difícil, sobre todo llorar, justo a ella que le costaban las lágrimas aun con los dolores más fuertes. Lucía piensa que fue eso lo que le hizo abandonar la idea: no poder llorar. No existe una actriz que no sepa llorar bien, con lágrimas en serio y capaz de convencer a todos de una pena tan profunda.
Lucía se toca el lunar de su mejilla derecha. Ya no tiene la vista en las manchas de humedad. Ahora está de costado y acaba de sacar el compact. Hace dos años que vive sola y puede hacer lo que quiere, como ahora, que son las dos de la mañana y acaba de llegar del teatro.
El último año con sus viejos fue el más duro, buena gente los viejos, pero celosos y autoritarios. Muchas veces tuvo que mentirles para justificar una llegada tarde, el llamado de algún novio, o la marca de un beso que no quería borrarse de su cuello.
Si no hubiera sido por ese curso con el que se enganchó en el Rojas ni se hubiera enterado. Pero vio los afiches y los nombres que le sonaban familiares: Daniel Fanego, Valentina Bassi, Patricia Zangaro, Cristina Fridman, Manuel Callau. Y no se la quiso perder: A propósito de la duda, se llamaba la obra y ella aún no adivinaba que sería la primera del ciclo Teatro por la Identidad.
De esa vez recuerda el ruido de los helicópteros en escena, los diálogos formados con testimonios de hijos, nietos, Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, recuerda las remeras blancas estampadas de las actrices: “Prisión a los asesinos”, “Justicia y castigo” decían algunas. Pero sobre todo Lucía recuerda la murga del final con todos saltando y repitiendo a un solo compás: “...¿Y vos sabés quién sos...?”.
A Lucía, casi tres años después y mientras se toca el lunar de su mejilla derecha, ese estribillo le sigue martillando la cabeza: “¿Vos sabés quién sos?”.
Cada lunes durante dos años Lucía hizo colas que ocupaban toda la cuadra, como las que se armaban en los conciertos de rock o para escuchar a Dolina en el Tortoni. Conoció gente, se hizo amigos nuevos y fue encontrando una identidad con ellos. El “vos sabés quién sos” empezaba a cobrar forma desde la sospecha de ser otro.
Junto a ellos fue a las marchas y conoció las quince salas que se fueron agregando cuando al ciclo se sumaron directores, coreógrafos, técnicos, autores y productores. ¿Qué hubiera dicho su padre? Nada bueno, seguro, o nada. Porque su padre murió sin contestar ninguna de sus preguntas, murió callado. A su madre era inútil preguntarle: ella lloraba para no hablar. Lloraba como Lucía no había podido hacerlo nunca.
Marcela Ferradás, Vita Escardó, Leonor Manso, Luis Rivera López... Lucía podía recitar cada parte de sus intervenciones y la carta de Mariana Eva Pérez de memoria. Mariana ya sabía que era Mariana y le decía a ella, a ella y a los demás: “No te quedés a mitad de camino. No te quedés con la duda”.
Ahora Lucía está sentada en un banco del Parque Centenario y acaricia la foto que le dio Estela en la sede de Abuelas. La foto está ajada, amarilla, pero se nota bien la cara retratada: pelo lacio, mirada suave y un lunar en la mejilla derecha. Dicen que es igualita a ella, eso dicen.
Anoche, Lucía decidió lo que antes 70 de sus compañeros y espera que se haga la hora sentada en un banco de ese parque donde alguna tarde anduvo en bicicleta.
Es sólo un pinchazo, piensa Lucía, y sus amigos le dijeron que no duele nada.
“No duele nada, no duele nada”, repite mientras cruza la avenida Díaz Vélez y entra en el hospital Durand. No duele nada y ella, además, nunca supo llorar.