Lucía
se acaricia el lunar de su mejilla derecha. Está tirada en la cama
con la mirada fija en el techo y ya no siente ganas de adivinarles formas
a las manchas de humedad. Vuela esta canción para ti, Lucía,
canta Serrat desde su mesita de luz, pero esta vez siente que el tema
no fue escrito para ella. Debe haber otra Lucía en algún
otro lado capaz de inspirar esos versos. ¿O será acaso que
ella no es Lucía?
Acaba de venir del teatro; de chica siempre le gustó el teatro
y ahora, casi con 26 años, sigue fantaseando con algún personaje
de los que representaba en el colegio o en el cumpleaños de alguna
amiga.
Ponerse en la piel de otro, vestirse y pintarse, hablar y llorar. Era
difícil, sobre todo llorar, justo a ella que le costaban las lágrimas
aun con los dolores más fuertes. Lucía piensa que fue eso
lo que le hizo abandonar la idea: no poder llorar. No existe una actriz
que no sepa llorar bien, con lágrimas en serio y capaz de convencer
a todos de una pena tan profunda.
Lucía se toca el lunar de su mejilla derecha. Ya no tiene la vista
en las manchas de humedad. Ahora está de costado y acaba de sacar
el compact. Hace dos años que vive sola y puede hacer lo que quiere,
como ahora, que son las dos de la mañana y acaba de llegar del
teatro.
El último año con sus viejos fue el más duro, buena
gente los viejos, pero celosos y autoritarios. Muchas veces tuvo que mentirles
para justificar una llegada tarde, el llamado de algún novio, o
la marca de un beso que no quería borrarse de su cuello.
Si no hubiera sido por ese curso con el que se enganchó en el Rojas
ni se hubiera enterado. Pero vio los afiches y los nombres que le sonaban
familiares: Daniel Fanego, Valentina Bassi, Patricia Zangaro, Cristina
Fridman, Manuel Callau. Y no se la quiso perder: A propósito de
la duda, se llamaba la obra y ella aún no adivinaba que sería
la primera del ciclo Teatro por la Identidad.
De esa vez recuerda el ruido de los helicópteros en escena, los
diálogos formados con testimonios de hijos, nietos, Madres y Abuelas
de Plaza de Mayo, recuerda las remeras blancas estampadas de las actrices:
Prisión a los asesinos, Justicia y castigo
decían algunas. Pero sobre todo Lucía recuerda la murga
del final con todos saltando y repitiendo a un solo compás: ...¿Y
vos sabés quién sos...?.
A Lucía, casi tres años después y mientras se toca
el lunar de su mejilla derecha, ese estribillo le sigue martillando la
cabeza: ¿Vos sabés quién sos?.
Cada lunes durante dos años Lucía hizo colas que ocupaban
toda la cuadra, como las que se armaban en los conciertos de rock o para
escuchar a Dolina en el Tortoni. Conoció gente, se hizo amigos
nuevos y fue encontrando una identidad con ellos. El vos sabés
quién sos empezaba a cobrar forma desde la sospecha de ser
otro.
Junto a ellos fue a las marchas y conoció las quince salas que
se fueron agregando cuando al ciclo se sumaron directores, coreógrafos,
técnicos, autores y productores. ¿Qué hubiera dicho
su padre? Nada bueno, seguro, o nada. Porque su padre murió sin
contestar ninguna de sus preguntas, murió callado. A su madre era
inútil preguntarle: ella lloraba para no hablar. Lloraba como Lucía
no había podido hacerlo nunca.
Marcela Ferradás, Vita Escardó, Leonor Manso, Luis Rivera
López... Lucía podía recitar cada parte de sus intervenciones
y la carta de Mariana Eva Pérez de memoria. Mariana ya sabía
que era Mariana y le decía a ella, a ella y a los demás:
No te quedés a mitad de camino. No te quedés con la
duda.
Ahora Lucía está sentada en un banco del Parque Centenario
y acaricia la foto que le dio Estela en la sede de Abuelas. La foto está
ajada, amarilla, pero se nota bien la cara retratada: pelo lacio, mirada
suave y un lunar en la mejilla derecha. Dicen que es igualita a ella,
eso dicen.
Anoche, Lucía decidió lo que antes 70 de sus compañeros
y espera que se haga la hora sentada en un banco de ese parque donde alguna
tarde anduvo en bicicleta.
Es sólo un pinchazo, piensa Lucía, y sus amigos le dijeron
que no duele nada.
No duele nada, no duele nada, repite mientras cruza la avenida
Díaz Vélez y entra en el hospital Durand. No duele nada
y ella, además, nunca supo llorar.
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