En
una de las tantas encuestas a famosos previas a las elecciones, David
Lebón contestó que lo que a él le gustaría
era que León Gieco fuese el presidente. La simpática boutade-homenaje
de Lebón hizo sinapsis en mi cabeza con una de esas sensaciones
que uno arrastra sin saberlo en su interior hasta que alguien la verbaliza
y nos la pone frente a los ojos. Hacía un tiempo largo que las
apariciones de Gieco con las que me topaba (disco nuevo, conciertos que
transmitían por tele o que tenía la suerte de ver en vivo,
reportajes, premios, intervenciones suyas en actos públicos de
la más variada naturaleza) no sólo captaban al toque mi
interés sino que me dejaban pensando un buen rato, y creo que recién
cuando leí lo de Lebón terminé de entender por qué.
Las sucesivas Argentinas en que León y nosotros hemos vivido, desde
que el tipo vino de Cañada Rosquín a Buenos Aires, con su
guitarrita, a fines de los 60, atentan contra todo anhelo de coherencia.
León apareció públicamente en un ambiente que era
el que yo y unos cuantos como yo (más jóvenes que él)
habíamos elegido como lugar de pertenencia: el rock. Que en realidad
era algo más amplio, algo que hoy podría definirse como
cultura rock: una versión más blanda y más individualista
de la cultura de la revolución, aquella que llevó a la militancia
política y armada a tantos tipos apenas unos años mayores
a nosotros (no es casual que la escena del rock haya sufrido muchas menos
víctimas durante la dictadura que los demás ambientes juveniles
libertarios de la época). Aunque hiciera folk, León venía
evidentemente de ahí. Pero cuando el rock explotó a partir
de Malvinas, y cuando el signo de los tiempos se fue desideologizando
progresivamente, a lo largo de los 80 y los 90, el tipo pareció
ir cada vez más a contracorriente, como identificándose
con algo que parecía ser más el pasado que el presente (y
ni hablemos del futuro), musical y hasta existencialmente. Es de lo más
sugestivo que lo hayamos visto así (y digo hayamos porque es algo
que he hablado con bastante gente de mi generación) durante tanto
tiempo, y creo que el Malentendido León es un aspecto quizá
pequeño, pero de lo más elocuente de la Gran Necedad Argentina
a la hora de la valoración de lo propio (y por propio léase
desde el rock hasta la democracia, es decir el país).
Lo que admiro de León Gieco es el modo en que combinó coherencia
y evolución en todos estos años, la urdimbre de ese desarrollo
donde libertad y responsabilidad no son términos antagónicos
sino complementarios. En el terreno musical, por ese aparente éxodo
suyo hacia el folklore (o hacia el interior, o hacia lo
psicobolche) que, visto desde acá, le permitió desarrollar
el aspecto letrístico como casi nadie más (tanto en el folklore
como en el rock de todos estos años) y conseguir para esa notable
potencia expresiva no sólo un perfecto sonido eléctrico
(patrimonio histórico del rock) sino un fraseo que es a la vez
hip-hopero y rabiosamente argentino (no porteño sino argentino).
Y, en el aspecto existencial, no sólo por su impenitente toma de
partido por las causas justas sino también por el envidiable equilibrio
entre lo individual y lo social en su carrera como artista. Al mirar panorámicamente
la Argentina de todos estos años, hay pocos tipos cuyo itinerario
sea tan ejemplar (sin aspirar en ningún momento a ser modélico,
a juntar votos, a vendernos nada), tan irreprochable y a la vez tan comprometido
con las contradicciones que nos plantearon todos estos años. Seguramente
a eso se debe el unánime reconocimiento que tiene hoy, en el palo
del rock y en la izquierda, entre los porteños y en el interior,
entre los jóvenes de ayer y los de hoy. Y seguramente a eso aludía
David Lebón en aquella encuesta. Para muchos, Gieco encarna lo
mejor de la cultura rock y lo mejor de la cultura de la revolución,
el modo en que pueden combinarse fructíferamente la idea de libertad
y la de responsabilidad, la coherencia y la evolución. Ni siquiera
me jode que le siga gustando cantar con Víctor Heredia: en todo
caso, eso sirve para demostrar que nadie es perfecto. Y ésa es
la última cosa que me gusta de él: que ni se crea ni sea
perfecto.
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