Madres educando
Por Susana Viau

“Su sola existencia cuestiona el contenido reaccionario y antidemocrático de aquello que mandaba ‘de casa al trabajo y del trabajo a casa’, porque no hay democracia donde el acceso al conocimiento es un bien de minorías.”

Oscurecido por las anécdotas de la política, muy pocos –y entre los muy pocos este diario– lo registraron como un acontecimiento singular. Parecía un anuncio de nuevos aires. Era así, y sin embargo anclaba en antiguos ideales. Un puñado de amas de casa a las que la desgracia llenó de sabiduría materializaba un sueño, soñado un siglo antes por miles de hombres, en su mayoría obreros inmigrantes e hijos de inmigrantes. Hebe, Elsa, Juanita, Porota, Beba, Tota, María del Carmen, Elvira, Cota, Elisa, Susana, Chela, Marta habían entendido igual que ellos, por impotencia, que no alcanza con tener la verdad: hay que saber explicarla; que las ideas políticas forman parte de una cultura y esa cultura no es sólo la posesión de banderas, himnos y liturgias. Es también, y sobre todo, el dominio de los instrumentos que permiten enfrentar la realidad, hacerla primero inteligible y transformarla después; es la reapropiación de las grandes obras de la humanidad por una parte de esa humanidad a la que siempre (a veces con más iniquidad, a veces con menos) se le ha sustraído, junto a la cuota de salario no pagado, la posibilidad del conocimiento.
En el 2000 Argentina recibía de lleno el efecto de una de esas épocas feroces en las que los lugares de concentración del saber dejan de ser públicos porque el concepto de lo público está en agonía; para muchos la escuela se había convertido en una dificultad, los colegios secundarios en una frustración y la universidad en una quimera. En medio del derrumbe, las Madres decidieron que la quimera era posible y el 6 de abril abrieron la Universidad Popular. En los tres años que pasaron desde entonces, una oleada de entre 900 y 1000 alumnos se anotó en cada nuevo curso. Llegaban de José C. Paz, de La Matanza, de Morón, eran jóvenes y adultos, desocupados con necesidades recién descubiertas y trabajadores con viejas esperanzas incumplidas. La mayoría ignoraba que al inscribirse en los registros se estaba inscribiendo también en una tradición, la que enseña que las grandes convulsiones sociales mantienen una articulación íntima con quienes han iluminado con la razón lo que, sin ella, no sería sino –al decir de Mao– “un gran desorden bajo los cielos”, con los artistas que han emocionado a los pueblos describiendo sus miserias o han hecho por un rato más bello el mundo en que les toca vivir.
La vanguardia del bolchevismo leía con la misma pasión que a Marx a Chejov y Tolstoi; el constructor del Ejército Rojo escribía sobre el arte y la literatura en el camarote del tren con que recorría el frente y así alcanzaba la serenidad que le permitía mantener el corazón caliente y la cabeza fría. Los parisienses insurreccionados en 1789 reclamaron para sí, porque era su derecho, el cadáver de Voltaire, “el Moisés de la incredulidad”, para depositarlo en el Panteón. Los alumnos de los colegios, contó Lamartine, los obreros de las imprentas, los trabajadores de la demolición de la Bastilla formaron parte del cortejo compacto y solemne que honró la lucha “de una vida contra dieciocho siglos”. El pueblo de París armado de picas y con el gorro frigio depositó el cuerpo de Voltaire entre los de Descartes y Mirabeau, porque era el “genio intermediario entre la filosofía y la política, entre el pensamiento y la acción”. El proyecto de la Universidad de las Madres apuntaba a la búsqueda de ese binomio perfecto, a la posibilidad de cumplimiento del ciclo que indica bucear en la teoría, verificarla en la práctica, constatar sus errores y volver a rectificarla. Contra toda predicción, la Universidad continuó abierta, sin permisos, sin intromisiones, legalizada por el ir y venir de estudiantes-piqueteros, estudiantes-asambleístas, estudiantes puros y duros que asisten a las charlas, a las clases y discuten en el bar, cuyo nombre hace justicia a un intelectual insobornable, Osvaldo Bayer. Su propia existencia cuestiona el contenido reaccionario y antidemocrático de aquello que mandaba “de casa al trabajo y del trabajo a casa”, porque no hay democracia donde el acceso al conocimiento es un bien de minorías. Se dirá que es precisamente eso lo que debe cambiar. Y es verdad. Pero si durante treinta años la montaña se negó a ir a Mahoma, era hora de que Mahoma se pusiera a caminar hacia la montaña.