Oscurecido por las
anécdotas de la política, muy pocos y entre los muy
pocos este diario lo registraron como un acontecimiento singular.
Parecía un anuncio de nuevos aires. Era así, y sin embargo
anclaba en antiguos ideales. Un puñado de amas de casa a las que
la desgracia llenó de sabiduría materializaba un sueño,
soñado un siglo antes por miles de hombres, en su mayoría
obreros inmigrantes e hijos de inmigrantes. Hebe, Elsa, Juanita, Porota,
Beba, Tota, María del Carmen, Elvira, Cota, Elisa, Susana, Chela,
Marta habían entendido igual que ellos, por impotencia, que no
alcanza con tener la verdad: hay que saber explicarla; que las ideas políticas
forman parte de una cultura y esa cultura no es sólo la posesión
de banderas, himnos y liturgias. Es también, y sobre todo, el dominio
de los instrumentos que permiten enfrentar la realidad, hacerla primero
inteligible y transformarla después; es la reapropiación
de las grandes obras de la humanidad por una parte de esa humanidad a
la que siempre (a veces con más iniquidad, a veces con menos) se
le ha sustraído, junto a la cuota de salario no pagado, la posibilidad
del conocimiento.
En el 2000 Argentina recibía de lleno el efecto de una de esas
épocas feroces en las que los lugares de concentración del
saber dejan de ser públicos porque el concepto de lo público
está en agonía; para muchos la escuela se había convertido
en una dificultad, los colegios secundarios en una frustración
y la universidad en una quimera. En medio del derrumbe, las Madres decidieron
que la quimera era posible y el 6 de abril abrieron la Universidad Popular.
En los tres años que pasaron desde entonces, una oleada de entre
900 y 1000 alumnos se anotó en cada nuevo curso. Llegaban de José
C. Paz, de La Matanza, de Morón, eran jóvenes y adultos,
desocupados con necesidades recién descubiertas y trabajadores
con viejas esperanzas incumplidas. La mayoría ignoraba que al inscribirse
en los registros se estaba inscribiendo también en una tradición,
la que enseña que las grandes convulsiones sociales mantienen una
articulación íntima con quienes han iluminado con la razón
lo que, sin ella, no sería sino al decir de Mao un
gran desorden bajo los cielos, con los artistas que han emocionado
a los pueblos describiendo sus miserias o han hecho por un rato más
bello el mundo en que les toca vivir.
La vanguardia del bolchevismo leía con la misma pasión que
a Marx a Chejov y Tolstoi; el constructor del Ejército Rojo escribía
sobre el arte y la literatura en el camarote del tren con que recorría
el frente y así alcanzaba la serenidad que le permitía mantener
el corazón caliente y la cabeza fría. Los parisienses insurreccionados
en 1789 reclamaron para sí, porque era su derecho, el cadáver
de Voltaire, el Moisés de la incredulidad, para depositarlo
en el Panteón. Los alumnos de los colegios, contó Lamartine,
los obreros de las imprentas, los trabajadores de la demolición
de la Bastilla formaron parte del cortejo compacto y solemne que honró
la lucha de una vida contra dieciocho siglos. El pueblo de
París armado de picas y con el gorro frigio depositó el
cuerpo de Voltaire entre los de Descartes y Mirabeau, porque era el genio
intermediario entre la filosofía y la política, entre el
pensamiento y la acción. El proyecto de la Universidad de
las Madres apuntaba a la búsqueda de ese binomio perfecto, a la
posibilidad de cumplimiento del ciclo que indica bucear en la teoría,
verificarla en la práctica, constatar sus errores y volver a rectificarla.
Contra toda predicción, la Universidad continuó abierta,
sin permisos, sin intromisiones, legalizada por el ir y venir de estudiantes-piqueteros,
estudiantes-asambleístas, estudiantes puros y duros que asisten
a las charlas, a las clases y discuten en el bar, cuyo nombre hace justicia
a un intelectual insobornable, Osvaldo Bayer. Su propia existencia cuestiona
el contenido reaccionario y antidemocrático de aquello que mandaba
de casa al trabajo y del trabajo a casa, porque no hay democracia
donde el acceso al conocimiento es un bien de minorías. Se dirá
que es precisamente eso lo que debe cambiar. Y es verdad. Pero si durante
treinta años la montaña se negó a ir a Mahoma, era
hora de que Mahoma se pusiera a caminar hacia la montaña.
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