La despedida de Cortázar
Por Carlos Polimeni

“Nos quedamos mirándolo desde cuatro o cinco metros, mientras hacíamos como que nos interesaban las revistas del kiosco o las chicas que pasaban con blusas de bambula. Ya se sabe, uno admira a un escritor en silencio, y a relativa distancia, sin invadirlo.”

Julio Cortázar estaba recostado contra una columna, mirando la lontananza, como un vigía oteando el mar, sólo que en Corrientes, casi Montevideo, una noche de aquel diciembre en que parecía que todo estaba por empezar. Pasé apurado, con mi carterita de periodista de principios de los ‘80 en la sobaquera, pero lo miré unos segundos de más, con curiosidad, sin que él lo advirtiera. Llegaba tarde a la cita con un amigo, y que Cortázar estuviese mirando la nada desde su altura considerable era algo notable pero no taaaaaaan anormal, como parece ahora veinte años más tarde. Mi amigo Nene Avalos –el grandote de Markama– estaba sentado a una mesa cercana a la puerta más chica de La Paz, rodeado de pulóveres peruanos y poleras negras. Le dije como al pasar que Cortázar estaba parado unos metros más allá. Vamos, me dijo.
Nos quedamos mirándolo desde cuatro o cinco metros, mientras hacíamos como que nos interesaban las revistas del kiosco o las chicas que pasaban con blusas de bambula. Ya se sabe, uno admira a un escritor en silencio, y a relativa distancia, sin invadirlo. A un escritor no se le piden autógrafos, como a un futbolista o a un ídolo pop: no hay histeria en la admiración sino un código respetuoso. Como Cortázar no dejaba de mirar hacia allá, hacia el Obelisco, como si nada le importase más, mientras ostensiblemente olfateaba el aire una y otra vez, como si estuviese muy resfriado o quisiera llevarse para siempre el olor de ese momento, nos quedamos esperando. No teníamos nada mejor que hacer hasta la hora de cenar. Un ratito después, escuchamos las voces, que venían desde allá, y bajando de la vereda a la calle, supimos qué miraba Cortázar.
Una gigantesca marcha, que se desplegaba a contramano por Corrientes, acompañaba, y parecía presentar en sociedad, la salida de la cárcel de un grupo de presos políticos. “Los vi venir, y se me cayó la mente al piso”, me diría horas después el grandulón de mi amigo, comiendo en un restaurante en el que Alberto Olmedo parecía querer matar a todo el mundo con la mirada. Era asombroso, en aquella ciudad que venía de siete años de dictadura, ver el festejo de miles de personas encolumnadas detrás de docenas de banderas, mientras la policía cortaba el tránsito para dejarlas pasar. Cortázar disfrutaba del espectáculo con su cara aniñada conmovida y exultante, uno más en la vereda de un país en el que era a la vez famoso y extraño. La acción siguió así, por varios minutos –Cortázar mirando la marcha, nosotros mirando cómo Cortázar miraba la marcha– hasta que la multitud llegó hasta sus barbas. Alguien lo reconoció, y aquella gente alegre se detuvo, giró y se quedó mirándolo a él, gritándole vivas y bravos. Cortázar caminó muy erguido hacia la cabecera de la marcha, habló unos minutos a los gritos con los que tenían la fortuna de alinearse en las primeras filas, y en lugar de volver a su posición de vigía se puso al frente de la marcha y se perdió rumbo a Callao. Nosotros volvimos a tomar café.
Fue mucho tiempo después que supimos que Cortázar había venido a Buenos Aires en aquel diciembre de 1983 ilusionado con la posibilidad de una entrevista con el flamante presidente Raúl Alfonsín y que se quedó esperando una invitación formal, que nunca llegó. Los asesores del presidente le susurraron al oído que era muy de izquierda hablar con el autor de Rayuela, “Casa tomada” y “El perseguidor”. Cortázar se murió en febrero del año siguiente, en París, un día en que Buenos Aires se llenó sorpresivamente, contaron los diarios, de mariposas gigantescas de procedencia inexplicable. Aquel diciembre había sido su despedida de la ciudad, pero nadie lo sabía. Ni siquiera él. El presidente Alfonsín todavía repetía sus slogans de campaña: con la democracia se come, se cura y se educa. Han pasado veinte años y nada es como entonces, salvo la ilusión.