Julio
Cortázar estaba recostado contra una columna, mirando la lontananza,
como un vigía oteando el mar, sólo que en Corrientes, casi
Montevideo, una noche de aquel diciembre en que parecía que todo
estaba por empezar. Pasé apurado, con mi carterita de periodista
de principios de los 80 en la sobaquera, pero lo miré unos
segundos de más, con curiosidad, sin que él lo advirtiera.
Llegaba tarde a la cita con un amigo, y que Cortázar estuviese
mirando la nada desde su altura considerable era algo notable pero no
taaaaaaan anormal, como parece ahora veinte años más tarde.
Mi amigo Nene Avalos el grandote de Markama estaba sentado
a una mesa cercana a la puerta más chica de La Paz, rodeado de
pulóveres peruanos y poleras negras. Le dije como al pasar que
Cortázar estaba parado unos metros más allá. Vamos,
me dijo.
Nos quedamos mirándolo desde cuatro o cinco metros, mientras hacíamos
como que nos interesaban las revistas del kiosco o las chicas que pasaban
con blusas de bambula. Ya se sabe, uno admira a un escritor en silencio,
y a relativa distancia, sin invadirlo. A un escritor no se le piden autógrafos,
como a un futbolista o a un ídolo pop: no hay histeria en la admiración
sino un código respetuoso. Como Cortázar no dejaba de mirar
hacia allá, hacia el Obelisco, como si nada le importase más,
mientras ostensiblemente olfateaba el aire una y otra vez, como si estuviese
muy resfriado o quisiera llevarse para siempre el olor de ese momento,
nos quedamos esperando. No teníamos nada mejor que hacer hasta
la hora de cenar. Un ratito después, escuchamos las voces, que
venían desde allá, y bajando de la vereda a la calle, supimos
qué miraba Cortázar.
Una gigantesca marcha, que se desplegaba a contramano por Corrientes,
acompañaba, y parecía presentar en sociedad, la salida de
la cárcel de un grupo de presos políticos. Los vi
venir, y se me cayó la mente al piso, me diría horas
después el grandulón de mi amigo, comiendo en un restaurante
en el que Alberto Olmedo parecía querer matar a todo el mundo con
la mirada. Era asombroso, en aquella ciudad que venía de siete
años de dictadura, ver el festejo de miles de personas encolumnadas
detrás de docenas de banderas, mientras la policía cortaba
el tránsito para dejarlas pasar. Cortázar disfrutaba del
espectáculo con su cara aniñada conmovida y exultante, uno
más en la vereda de un país en el que era a la vez famoso
y extraño. La acción siguió así, por varios
minutos Cortázar mirando la marcha, nosotros mirando cómo
Cortázar miraba la marcha hasta que la multitud llegó
hasta sus barbas. Alguien lo reconoció, y aquella gente alegre
se detuvo, giró y se quedó mirándolo a él,
gritándole vivas y bravos. Cortázar caminó muy erguido
hacia la cabecera de la marcha, habló unos minutos a los gritos
con los que tenían la fortuna de alinearse en las primeras filas,
y en lugar de volver a su posición de vigía se puso al frente
de la marcha y se perdió rumbo a Callao. Nosotros volvimos a tomar
café.
Fue mucho tiempo después que supimos que Cortázar había
venido a Buenos Aires en aquel diciembre de 1983 ilusionado con la posibilidad
de una entrevista con el flamante presidente Raúl Alfonsín
y que se quedó esperando una invitación formal, que nunca
llegó. Los asesores del presidente le susurraron al oído
que era muy de izquierda hablar con el autor de Rayuela, Casa tomada
y El perseguidor. Cortázar se murió en febrero
del año siguiente, en París, un día en que Buenos
Aires se llenó sorpresivamente, contaron los diarios, de mariposas
gigantescas de procedencia inexplicable. Aquel diciembre había
sido su despedida de la ciudad, pero nadie lo sabía. Ni siquiera
él. El presidente Alfonsín todavía repetía
sus slogans de campaña: con la democracia se come, se cura y se
educa. Han pasado veinte años y nada es como entonces, salvo la
ilusión.
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