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Película de buenos y
de malos |
Por Luis Bruschtein
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Las volteretas
de los medios son menos creíbles que el humor de la sociedad
sobre el que cabalgan sus cambios de rumbo. En la misma mesa
de café donde se endiosa, se sataniza sin transición
a futbolistas, directores técnicos, políticos
y artistas. Y los medios corren detrás de esos humores
variables para adaptar sus discursos que, en realidad, nunca
cambian demasiado.
La esquizofrenia, en el caso del periodismo que tiene que correr
a esa misma velocidad, es un riesgo inevitable. Como le sucedió
a un joven periodista de la revista Gente en 1973, que no pudo
evitar sumarse a los festejos por el triunfo de Cámpora
que estaba cubriendo. Y, botoneado por un colega, al día
siguiente sufrió una durísima advertencia por
parte de la empresa de los Vigil, con amenaza de despido. Pero
en el número de la revista que se publicó al otro
día, el editorial se congratulaba en informar que la
alegría de la gente era tan grande que hasta había
contagiado a uno de sus propios redactores.
Los taxistas que escuchan Radio 10 amaron a Domingo Cavallo,
el dios del sentido común de la convertibilidad. Y así
como lo quisieron, ahora lo detestan. En muchas de esas mesas
de café y en algunos diarios, Menem siguió siendo
“el Presidente” hasta que renunció a la segunda
vuelta y ahora nadie lo votó. Cavallo llegó a
opacar a Menem, fueron los dos gigantes del escenario argentino
durante diez años. En la política y en la economía
no tenían rivales.
Cavallo se fue al exterior y nadie daría dos centavos
por su futuro político. Y Menem aparece como un anciano
rencoroso que, al igual que Bernardo Neustadt, vaticina y desea
la peor de las suertes para el futuro del país porque
ellos ya no lo tienen, abandonados por el abrazo engañoso
de sus fieles al éxito o al poder, que ya no les sonríe.
Aunque ya nadie acepte en público que votó a Menem
o que endiosó a Cavallo o que le creyó algo a
Neustadt, ellos fueron el paradigma de una forma de ser inteligente
y exitoso. Y mutaron a caricatura grotesca sin estaciones intermedias.
En realidad, para bien o para mal, ellos siempre fueron igual,
lo que cambió fue la percepción que la gente tiene
de ellos. Esa magnitud del cambio de sentido es la que impresiona,
porque hay mucho de voluble y vulnerable al disfraz o a la ilusión,
a los vidrios de colores, al inmediatismo y a la tentación
de la salida fácil.
Sería mejor que, en vez de cambio de humor, hubiera un
cambio consciente en la forma de pensar. Que en vez de negar
que lo votaron, lo reconocieran, se preguntaran la razón
por la que lo hicieron y reflexionaran sobre los argumentos
de por qué nunca más lo harían. No es un
problema de autocrítica al estilo setentista, sino de
entender, elaborar y meditar cada decisión y que de allí
no surja otro estado flamígero sino un pensamiento madurado
que se sostenga en el tiempo.
Cambiar de una posición a otra muchas veces no quiere
decir que se haya cambiado realmente. Pasar de blanco a negro,
o viceversa, no implica un cambio verdadero si se lo transita
con la misma volubilidad con que se fue blanco. La intervención
de los medios es importante en este fenómeno que también
excede a Menem y a Cavallo, pero no es determinante. Existe
una materia prima, una matriz, un rasgo de identidad cultural
que alimenta y facilita estos procesos.
La historia argentina es una película de buenos y malos,
no hay seres humanos. Y es una película embellecida donde
los actos más horrorosos tienden a ser ignorados en forma
automática. Es tanta la distancia que se pone entre el
deber ser y el ser verdadero, que entonces se transita ese camino
por la ficción y no por el esfuerzo que implican los
cambios reales, que siempre serán menos de lo que se
quisiera. Los que se esfuerzan y llegan tan cerca de ese deber
ser tan exigente se inmolan en el mito como el Che, Evita, Gardel
o Maradona. Y los que fuerzan la ficción se pervierten
en caricaturas grotescas como López Rega, Isabel, Galtieri
o Menem. Es difícil que haya otro país que produzca
tantos personajes extremos.
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