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La patria capicúa |
Por Juan Sasturain
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Marechal la describió
adolescente. Y debía tener razón. Porque las patrias
–no digamos los países, que son parches de colores
apenas hilvanados sobre los mapas– no cumplen ni les caen
los años como a nosotros. Es sabido lo que significa
un día para la mariposa: apenas un segundo para la tortuga.
Las patrias, parece, cumplen un año cada década.
Los diarios son un poco más veloces y, a la inversa de
los perros, no cumplen siete cada año, sino un año
más cada siete. Así, los 17 a los que alguna vez
querrá volver Página/12 cuando se ponga Violeta,
se corresponden con algo más de dos infantiles añitos.
Ya caminamos bien, hablamos bastante y decimos lo que se nos
canta, incluso somos graciosos; pero todavía solemos
cagarnos encima y tenemos mucho que aprender.
Pero el tema es ella en estos años, nuestra inmadura
patria que, pese a estar al filo de los veinte, no terminó
el secundario –repitió otra vez primero–
y viene con una adolescencia complicada y en apariencia interminable.
Tras una crianza tormentosa, tuvo una niñez tranquila
con buenas notas y muchas ilusiones de sus conservadores padres
y sus interesados tíos de afuera. Pero el despertar de
las hormonas y las peores compañías la despelotaron
hasta hoy: problemas de conducta y aprendizaje –para no
hablar de los laborales–, inestabilidad emocional resultado
de sufrir abusos reiterados, caída en las drogas y víctima
habitual de la desidia y la mala praxis de terapeutas aventureros.
Consecuencia: varios intentos de suicidio. El último
hace muy poco. Ahora está internada, bien cuidada, más
o menos estable, pero vacilan en sacarla de terapia intensiva,
aunque ella se quiere ir. Suele hacer esas cosas. Es más
viva que inteligente, bella, rápida al pedo, atorrante
y muy seductora. Para algunos, ya aburre. Como toda loca irrecuperable.
No creemos que sea así. Esta última etapa de nuestra
patria, de la que hemos sido testigos (década y media
larga), coincide con la manifestación de un síndrome
de confusión adolescente tardío llamado por los
expertos “período capicúa”. Este ominoso
segmento vital del que la extraviada Argentina trata de zafar
–aunque ella no ayude demasiado, por cierto– se
expresó en su apogeo virulento y se manifiesta aún
a distancia en el capicúa emblemático: Menem,
el reversible. “Señores, yo estoy cantando / lo
que se cifra en el nombre”, dijo un ciego que en el fondo
se hacía. Y la cifra, el secreto de la patria capicúa
y su emblemático genio y figura, es que cabeza y cola
(no otra cosa significa la palabra) podían ser lo mismo
y han cumplido por años función equivalente, han
sido intercambiables: comer carne y mantener relaciones carnales.
Pobre piba (la patria, digo).
Al confundirse atrás y adelante (“Estamos mal pero
vamos bien”: salto al vacío para caer de culo),
y mezclarse categorías de derecha e izquierda (peronistas
liberales y liberales peronistas) Menem barajó y repartió
de nuevo, trastrocó valores con cartas marcadas. Y la
patria perdió el (doble) sentido, la dirección
y la cabeza, y juega todo el tiempo al poliladro con los ojos
vendados de la gallinita ciega.
El síndrome de la adolescente patria capicúa no
tiene vacuna ni tratamiento a corto plazo. La privatización
de la cabeza, el aumento de las penas a los sentimientos y los
estiramientos extremos tipo Túpac Amaru no parecen un
buen camino terapéutico. Ya veremos cómo está
–o qué queda de ella– cuando cumpla los veinte
y lea a Paul Nizan.
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