1 7   A Ñ O S
1987 / 2004
La patria capicúa


Por Juan Sasturain

Marechal la describió adolescente. Y debía tener razón. Porque las patrias –no digamos los países, que son parches de colores apenas hilvanados sobre los mapas– no cumplen ni les caen los años como a nosotros. Es sabido lo que significa un día para la mariposa: apenas un segundo para la tortuga. Las patrias, parece, cumplen un año cada década. Los diarios son un poco más veloces y, a la inversa de los perros, no cumplen siete cada año, sino un año más cada siete. Así, los 17 a los que alguna vez querrá volver Página/12 cuando se ponga Violeta, se corresponden con algo más de dos infantiles añitos. Ya caminamos bien, hablamos bastante y decimos lo que se nos canta, incluso somos graciosos; pero todavía solemos cagarnos encima y tenemos mucho que aprender.
Pero el tema es ella en estos años, nuestra inmadura patria que, pese a estar al filo de los veinte, no terminó el secundario –repitió otra vez primero– y viene con una adolescencia complicada y en apariencia interminable. Tras una crianza tormentosa, tuvo una niñez tranquila con buenas notas y muchas ilusiones de sus conservadores padres y sus interesados tíos de afuera. Pero el despertar de las hormonas y las peores compañías la despelotaron hasta hoy: problemas de conducta y aprendizaje –para no hablar de los laborales–, inestabilidad emocional resultado de sufrir abusos reiterados, caída en las drogas y víctima habitual de la desidia y la mala praxis de terapeutas aventureros. Consecuencia: varios intentos de suicidio. El último hace muy poco. Ahora está internada, bien cuidada, más o menos estable, pero vacilan en sacarla de terapia intensiva, aunque ella se quiere ir. Suele hacer esas cosas. Es más viva que inteligente, bella, rápida al pedo, atorrante y muy seductora. Para algunos, ya aburre. Como toda loca irrecuperable.
No creemos que sea así. Esta última etapa de nuestra patria, de la que hemos sido testigos (década y media larga), coincide con la manifestación de un síndrome de confusión adolescente tardío llamado por los expertos “período capicúa”. Este ominoso segmento vital del que la extraviada Argentina trata de zafar –aunque ella no ayude demasiado, por cierto– se expresó en su apogeo virulento y se manifiesta aún a distancia en el capicúa emblemático: Menem, el reversible. “Señores, yo estoy cantando / lo que se cifra en el nombre”, dijo un ciego que en el fondo se hacía. Y la cifra, el secreto de la patria capicúa y su emblemático genio y figura, es que cabeza y cola (no otra cosa significa la palabra) podían ser lo mismo y han cumplido por años función equivalente, han sido intercambiables: comer carne y mantener relaciones carnales. Pobre piba (la patria, digo).
Al confundirse atrás y adelante (“Estamos mal pero vamos bien”: salto al vacío para caer de culo), y mezclarse categorías de derecha e izquierda (peronistas liberales y liberales peronistas) Menem barajó y repartió de nuevo, trastrocó valores con cartas marcadas. Y la patria perdió el (doble) sentido, la dirección y la cabeza, y juega todo el tiempo al poliladro con los ojos vendados de la gallinita ciega.
El síndrome de la adolescente patria capicúa no tiene vacuna ni tratamiento a corto plazo. La privatización de la cabeza, el aumento de las penas a los sentimientos y los estiramientos extremos tipo Túpac Amaru no parecen un buen camino terapéutico. Ya veremos cómo está –o qué queda de ella– cuando cumpla los veinte y lea a Paul Nizan.