Como si manipulara
un dial de radiofonía, la dirigencia política
ha intentado sintonizar, en estos años de democracia,
la frecuencia justa con que el Derecho Penal debe tratar el
delito y a sus autores, garantizar la seguridad ciudadana
sin vulnerar las garantías de sus ciudadanos. Los cambios
han sido casi siempre espasmódicos, respuestas a un
estímulo.
La muerte del adolescente Walter Bulacio, en abril de 1991,
mostró de manera trágica, además de la
brutalidad policial, la arbitrariedad con que la policía
aplicaba las facultades discrecionales que le daban los edictos
y otras leyes permisivas, y hasta las normas secretas que
avalaban la detención de menores sin dar intervención
al juez. Esa norma secreta (el memorando 40) fue eliminada
de inmediato, pero hubo que esperar casi siete años
para terminar con los edictos, un perverso mecanismo de control
social para jóvenes, pobres y desocupados.
Vino a ocupar su lugar un Código de Convivencia que,
entre otras cosas, decidió no castigar el trabajo de
las meretrices en la vía pública. De pronto,
la prostitución, que ya existía en tiempos de
los edictos, empezó a afear el paisaje y entonces hubo
que reformar el código dos veces, correr el dial según
el reclamo de un sector del vecindario. Una demanda a la que
se sumaron jefes policiales de distintas gestiones, y que
incluían, de paso, el regreso de figuras como el acecho
o el merodeo, que les devolvieran ese poder arbitrario para
detener a sospechosos y sancionarlos por la sola portación
de cara.
Todo ese reclamo fue acompañado, llamativamente, por
cierto crecimiento del delito y, más todavía,
de la sensación de inseguridad, esa marca abstracta
que, muchas veces, crece de la mano de operaciones de prensa,
a veces ingenuas y otras mal intencionadas.
Fue antes del fin de los edictos que Carlos Menem empezó
a hablar, desde la cumbre del poder, de la necesidad de bajar
la edad de imputabilidad de los menores. Era febrero de 1998
y el país ya estaba en pleno derrumbe de la recesión.
La economía comenzaba a caer, el delito crecía
–el delito común, no el cometido desde el poder,
que ya se había instalado– y la sensación
de inseguridad iba en aumento.
El mismo Menem, meses después, incorporó los
conceptos de “mano dura” y “tolerancia cero”
con el delito, una ofensiva en la que se entendía que
las garantías individuales constituían una suerte
de tolerancia con los delincuentes. Había que endurecer
las penas, aumentar el poder de la policía.
Ese ideario fue tomado un año después por Carlos
Ruckauf, en su carrera hacia la gobernación, cuando
acuñó aquel histórico concepto de “meter
bala” a los delincuentes, una instigación al
gatillo fácil. Eran tiempos en que la primera gestión
de Carlos Arslanian intentaba revertir el estigma de la Maldita
Policía. Pero la reforma que había iniciado
un año antes, después del crimen de José
Luis Cabezas y de otras tropelías de la Bonaerense,
quedó trunca.
Corría 2001 y, en la misma tónica, hubo que
eliminar la ley del “dos por uno”, una norma que
había sido aprobada por los mismos legisladores que
la borraron de un plumazo, cuando las cárceles ardían,
producto del hacinamiento, las vejaciones y las demoras injustificadas
en los procesos judiciales.
El país siguió en descomposición hasta
que todo estalló. La moda de los secuestros extorsivos
–muchos apañados por la complicidad o la corrupción
policial– azuzó a los abanderados de la mano
dura.
El crimen de Axel Blumberg fue un nuevo detonante, pero no
uno más. La movilización heterogénea
que le siguió creó un nuevo escenario donde,
otra vez, se enfrentan los defensores de la mano dura con
los que pretenden soluciones de fondo, sin lesionar las garantías
que tanto costó conseguir. Mientras tanto, el dial
sigue en ese zigzag, que parece acompañar los altibajos
de la sociedad argentina.
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