1 7   A Ñ O S
1987 / 2004
Códigos


Por Eduardo Videla

Como si manipulara un dial de radiofonía, la dirigencia política ha intentado sintonizar, en estos años de democracia, la frecuencia justa con que el Derecho Penal debe tratar el delito y a sus autores, garantizar la seguridad ciudadana sin vulnerar las garantías de sus ciudadanos. Los cambios han sido casi siempre espasmódicos, respuestas a un estímulo.
La muerte del adolescente Walter Bulacio, en abril de 1991, mostró de manera trágica, además de la brutalidad policial, la arbitrariedad con que la policía aplicaba las facultades discrecionales que le daban los edictos y otras leyes permisivas, y hasta las normas secretas que avalaban la detención de menores sin dar intervención al juez. Esa norma secreta (el memorando 40) fue eliminada de inmediato, pero hubo que esperar casi siete años para terminar con los edictos, un perverso mecanismo de control social para jóvenes, pobres y desocupados.
Vino a ocupar su lugar un Código de Convivencia que, entre otras cosas, decidió no castigar el trabajo de las meretrices en la vía pública. De pronto, la prostitución, que ya existía en tiempos de los edictos, empezó a afear el paisaje y entonces hubo que reformar el código dos veces, correr el dial según el reclamo de un sector del vecindario. Una demanda a la que se sumaron jefes policiales de distintas gestiones, y que incluían, de paso, el regreso de figuras como el acecho o el merodeo, que les devolvieran ese poder arbitrario para detener a sospechosos y sancionarlos por la sola portación de cara.
Todo ese reclamo fue acompañado, llamativamente, por cierto crecimiento del delito y, más todavía, de la sensación de inseguridad, esa marca abstracta que, muchas veces, crece de la mano de operaciones de prensa, a veces ingenuas y otras mal intencionadas.
Fue antes del fin de los edictos que Carlos Menem empezó a hablar, desde la cumbre del poder, de la necesidad de bajar la edad de imputabilidad de los menores. Era febrero de 1998 y el país ya estaba en pleno derrumbe de la recesión. La economía comenzaba a caer, el delito crecía –el delito común, no el cometido desde el poder, que ya se había instalado– y la sensación de inseguridad iba en aumento.
El mismo Menem, meses después, incorporó los conceptos de “mano dura” y “tolerancia cero” con el delito, una ofensiva en la que se entendía que las garantías individuales constituían una suerte de tolerancia con los delincuentes. Había que endurecer las penas, aumentar el poder de la policía.
Ese ideario fue tomado un año después por Carlos Ruckauf, en su carrera hacia la gobernación, cuando acuñó aquel histórico concepto de “meter bala” a los delincuentes, una instigación al gatillo fácil. Eran tiempos en que la primera gestión de Carlos Arslanian intentaba revertir el estigma de la Maldita Policía. Pero la reforma que había iniciado un año antes, después del crimen de José Luis Cabezas y de otras tropelías de la Bonaerense, quedó trunca.
Corría 2001 y, en la misma tónica, hubo que eliminar la ley del “dos por uno”, una norma que había sido aprobada por los mismos legisladores que la borraron de un plumazo, cuando las cárceles ardían, producto del hacinamiento, las vejaciones y las demoras injustificadas en los procesos judiciales.
El país siguió en descomposición hasta que todo estalló. La moda de los secuestros extorsivos –muchos apañados por la complicidad o la corrupción policial– azuzó a los abanderados de la mano dura.
El crimen de Axel Blumberg fue un nuevo detonante, pero no uno más. La movilización heterogénea que le siguió creó un nuevo escenario donde, otra vez, se enfrentan los defensores de la mano dura con los que pretenden soluciones de fondo, sin lesionar las garantías que tanto costó conseguir. Mientras tanto, el dial sigue en ese zigzag, que parece acompañar los altibajos de la sociedad argentina.