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Todo, menos estoicos |
Por Claudio Uriarte
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“Dios te
libre de vivir tiempos interesantes”, dice un proverbio
chino, y la espasmódica Argentina, con sus oscilaciones
salvajes entre la euforia y la catástrofe, parece una
cabal ilustración de los males de esos tiempos. Pero
también es cierto que en chino las palabras “crisis”
y “oportunidad” comparten los mismos caracteres.
Soy muy consciente de que he empezado esta nota con dos lugares
comunes, pero la vida argentina parece un lugar común:
“Era el mejor de los tiempos y era el peor de los tiempos/...
era el tiempo de la esperanza y era el tiempo de la desesperación”,
como dice Charles Dickens en el memorable poema que abre su
novela Historia de dos ciudades.
Pero el eje del asunto es que debe resistirse la predisposición
nacional a la melancolía. Para seguir con las frases
célebres, “hay que tenerle miedo sólo al
miedo” (Winston Churchill); “si puedes encontrar
al triunfo y al desastre/y tratar a esos dos impostores del
mismo modo/... si puedes afrontar la ruina de todo lo que has
hecho/ y repararlo todo con herramientas medio rotas (...) tuya
es la vida, hijo/ y lo que es más, serás un Hombre”
(Rudyard Kipling), “la gente vale según la cantidad
de verdad que es capaz de soportar” (Friedrich Nietzsche),
o –lo que es esencialmente lo mismo– “el coraje
es la mayor de todas las virtudes, porque garantiza todas las
demás” (nuevamente Churchill).
Pero la nacionalidad argentina no comparte este topo de estoicismo.
En general, prevalece una inclinación al melodrama y
la autolamentación. Eso, paradójicamente, termina
favoreciendo la tragedia. Desde luego, no se trata de imitar
la postulación del protonazi Thomas Carlyle, al oponer
la “paciente, noble, profunda, sólida y piadosa
Alemania” sobre la “fanfarrona, vanagloriosa, gesticulante,
pendenciera, intranquila, hipersensible Francia”. Pero
sí de alegrarse y de celebrar, como lo hiciera el inolvidable
Gabriel Syme de G. K. Chesterton en El hombre que fue jueves,
por el hecho de que los trenes lleguen a tiempo, y que llegar
a la estación Victoria sea una victoria en sí
misma, después de todo.
Sin embargo, el diseño en forma de serrucho de la vida
argentina, por el cual se sube y se baja de modo casi permanente,
también conecta con la acepción metafórica
del serrucho como modo de trepar y de mover el piso: las crisis,
recordémoslo de vuelta, son oportunidades. Alfonsín
subió gracias a la debacle de los militares en Malvinas
y a las presunciones de un acuerdo de impunidad entre los dictadores
y el peronismo; Menem pudo imponer su modelo neoliberal gracias
a la hiperinflación y la anarquía de finales del
gobierno inconcluso de Alfonsín; De la Rúa y su
Alianza subieron gracias al hartazgo de la sociedad con la corruptela
menemista; Duhalde tomó el poder gracias al catastrófico
derrumbamiento del castillo de naipes de la convertibilidad
que De la Rúa y Domingo Cavallo se obstinaron en mantener,
en gran parte para mantener las simpatías de la clase
media que apoyaba ese modelo, y que después se sumó
febrilmente a su derrocamiento. Esto, en verdad, es parte de
la lógica de progreso de la historia, o de la “astucia
de la razón” hegeliana: un error deriva en una
verdad que en algún momento se convertirá en un
nuevo error.
Pero no hay dudas de que el signo distintivo del carácter
nacional es la histeria; la bandera argentina, en lugar de tener
un sol en su centro, debería incorporar una veleta. Pocos
recuerdan ya que la misma clase media que ahora se viste de
progresismo apoyó entusiastamente a la dictadura militar,
que le permitió viajar a Miami y comprar electrodomésticos
importados. En este sentido, quizá debería defenderse
una nueva forma de voto calificado, donde votaran solamente
los más ricos y los más pobres: porque, contrariamente
a la clase media –que vive en un mundo de ilusiones y
fantasmas, entre la expectativa de ascender socialmente y el
terror de perder el trabajo–, son los únicos que
juzgan a los políticos de acuerdo al principio y a la
lógica de la ganancia. Eso, desde luego, no ocurrirá,
y los mismos pobres, en su deseo de ascenso social, tienden
a adoptar las fantasmagorías de la clase media. Por eso,
la clave es saber cuándo caerá el próximo
diente del serrucho.
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