Mi papá
se murió sin regresar del exilio. Había huido
de la Europa en llamas de mediados del siglo pasado cuando
tenía 35 años y jamás volvió a
ver a sus padres, a sus hermanos, a sus amigos. Mis hermanos
y yo nacimos en la Argentina, pero crecimos en el exilio.
Nuestra patria, se nos enseñó como en buena
familia de inmigrantes, era la eslovena. “Soy esloveno,
de la cuna a la tumba”, aprendimos a cantar. En ese
idioma, claro.
De chico, yo me sentía exiliado, travestido de nacionalidad.
Cuando descubrí la Argentina, ya era tarde. Algo estaba
pasando acá sobre lo que había que hablar en
voz baja. Y por lo que había que enterrar en el jardín
esos libros y revistas que se habían vuelto peligrosos.
Ese hombre que de pronto llegó a casa para vivir en
mi pieza se estaba escondiendo, me explicaron. En realidad,
yo ya entendía la clandestinidad. La había mamado
de los relatos de guerra de mi papá que modelaron mi
infancia. El tipo que se había instalado en casa era
un exiliado interno. Aprendí a conocer el país
donde vivía desde mi propia historia, la del exilio.
Cuando mi casa dejó de ser un lugar seguro, él
se fue siguiendo aquel remanido grafitti (“Argentina
tiene una salida: Ezeiza”).
Mi exilio dejó de serlo por esa necesidad adolescente
de enfrentarse con el origen, con lo aprehendido hasta entonces.
Me asumí argentino. Para entonces, el hombre que se
había escondido en casa seguía sin volver. La
argentinidad, volvía a aprender, también estaba
llena de exilios. Un día una vecina que había
viajado a Europa contó indignada que había visto
en París un afiche de exiliados argentinos que mostraban
a Videla con un sable ensangrentado y una cabeza chorreante
a modo de pelota. Era el Mundial del ‘78 y por las calles
no se veía a simple vista correr la sangre de la que
hablaban ellos, los exiliados. Y viví el partido contra
Holanda en la contradicción de no saber si debía
alegrarme o no por los goles de Kempes.
Mi adolescencia llegaba a su fin durante la euforia de la
ilusión. Ahora se podía ir a un recital de Serrat
y hasta había un profesor que lo dejaba a uno salir
antes de la escuela para no llegar tarde a aquel histórico
Luna. Ahora se podía gritar en las canchas y se podía
votar. Y hasta el tipo que había estado en casa volvía.
Argentina dejaba de estar exiliada, había que creer,
había que estar para crear lo nuevo, desterrar lo prohibido,
exorcizar tanta muerte y desaparición. Había
que ir a la Plaza para pedir la aparición con vida.
Y había que bancarse que la ilusión tuviera
punto final. Y obediencia debida y primaveras y australes
y saqueos y largas colas frente a las embajadas. Todo empezaba
de nuevo, aunque de los exilios ahora se hablaba por televisión
y se mostraba a los aspirantes a serlo explicar sus razones.
Que ya no eran políticas; eran económicas. El
peligro de muerte se convertía ahora en la falta de
futuro. La lucha, llegar a fin de mes.
Yo me había reconciliado ya con esa canción
sobre mi origen y para documentarlo tramité mi nacionalidad
eslovena. Mi exilio tuvo también su final rubricado.
Por aquí renacía la fiesta, aunque ya no democrática:
era una ilusión que se podía comprar en cuotas.
Y viajar, y gastar, y ser convertibles y volver del exilio
porque ahora, para qué vivir en Europa o Estados Unidos
si el Primer Mundo quedaba acá, cerca de la familia.
También eso terminó. Y volvieron las colas frente
a las embajadas y volvió de nuevo el exilio, ahora
también cultural, no solo económico: había
que irse, sin saber muy bien a qué, ni si en otro lado
se estará mejor. Irse, dejar el incendio, los saqueos
de nuevo, el pánico de ya no ser. Días pasados,
un amigo que recaló en Canadá confesó
que –hábil para el cuchillo– compró
media res. Se enojó con el vendedor porque había
tirado a la basura la lengua, los riñones y otras delicias
del escabeche o la parrilla. Pero igual logró esos
cortes que compartió con sus amigos argentinos. Ese
día se empachó de asado. Y llamó para
contarlo.
Alguna vez mi mamá me dijo que yo había nacido
aquí por casualidad. A él nunca se lo dijeron.
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