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Desde aquella impunidad |
Por Victoria Ginzberg
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Página/12
surgió casi en el mismo momento que la impunidad. Desde
sus primeros números le tocó describir cómo
los militares acusados de violaciones a los derechos humanos
durante la última dictadura iban recuperando su libertad
al ser beneficiados por la entonces reciente ley de Obediencia
Debida. Poco después, el indulto terminó de conformar
la matriz de la Justicia que rigió en la Argentina durante
la década del ‘90.
Los militares gozaron por un tiempo de una libertad irrestricta
e inmerecida. Sus víctimas directas se topaban con ellos
en los lugares menos pensados, como en el centro de atención
a la víctima de la Policía Federal, donde se recicló
mientras pudo el represor conocido como “Alacrán”.
Mientras tanto, los funcionarios públicos se apoderaban
sin remordimientos de lo que pertenecía al Estado. Era
difícil que pensaran que podrían ser castigados
si responsables de delitos atroces no recibían ninguna
sanción.
Pero poco a poco quienes habían participado de la represión
ilegal se fueron encontrando con una sociedad que los repudiaba:
los “escrachaba” en sus casas, frente a sus vecinos,
en los restaurantes o cafés, en los lugares de veraneo.
Tampoco era fácil escaparse. La Argentina empezó
a ser una gran cárcel.
La confesión del ex marino Adolfo Scilingo sobre su participación
en los “vuelos de la muerte” sin duda marcó
un quiebre. A pesar de que la situación de la Justicia
en el país no se modificaba, crecía la idea de
que los crímenes que se habían cometido veinte
años atrás no podían quedar sin ser investigados
y, por lo tanto, castigados. El fallo del juez Gabriel Cavallo
cuestionando la validez de las leyes de Obediencia Debida y
Punto Final proporcionó un primer indicio de que la impunidad
no era imbatible.
En estos 17 años, este diario siguió de cerca
los avatares de víctimas y victimarios del terrorismo
de Estado. Ahora, los periodistas de Página/12 describimos,
sin ocultar satisfacción, cómo quienes no deberían
haberse librado de la prisión son detenidos, en su mayoría,
por primera vez.
Los represores no están en la cárcel que se merecen.
De hecho, hasta que la Corte Suprema se decida a expresar su
opinión, no es seguro que sigan allí. Pero los
mecanismos institucionales están funcionando, lo que
implica que el respeto por el estado de derecho que los organismos
de derechos humanos, los sobrevivientes y los familiares de
las víctimas no sólo demostraron sino que además
intentaron difundir, les fue retribuido. Porque lo que permite
que se juzguen los crímenes cometidos durante la última
dictadura es la existencia de normas internacionales establecidas
desde que el nazismo mostró en pleno siglo XX de lo que
eran capaces los hombres “civilizados”.
A diferencia de lo que un sector de la sociedad pretende instalar,
la concreción de esos juicios no son una señal
de que estamos anclados al pasado sino más bien de que
por fin podremos empezar a caminar hacia delante sin desangrarnos
en cada paso. Un signo que debe implicar también el levantar
los ojos hacia el funcionamiento de la Justicia en general,
a reactivar las causas pendientes contra las decenas de ex funcionarios
públicos entre los que María Julia Alsogaray es
sólo una pequeña muestra y a mirar dentro de las
cárceles donde miles de presos comunes cada vez más
jóvenes aprenden de la crueldad a la que son sometidos.
El regreso, 17 años después, de los militares
a prisión fue posible por una cantidad diversa de factores.
Pero sobre todo porque, más allá de los avatares,
de las altas y bajas de la Justicia, hubo mucha gente que mantuvo
los brazos en alto. Mujeres que marcharon todos los jueves en
la Plaza, que denunciaron frente a todos los gobiernos la relación
entre las injusticias pasadas y las actuales, sobrevivientes
que no dejaron de buscar ni en las calles ni en su memoria,
abogados que se colaron entre las grietas (y las ampliaron)
del sistema judicial, tanto en la Argentina como en el mundo.
Y en todo este tiempo, estas páginas intentaron estar
lo más cerca posible de ellos.
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