La excursión ciclística al barrio Los Naranjos,
localidad de Las Malvinas, partido de General Rodríguez,
desvió imprevistamente su sentido: la intención
primitiva, casi inercial, de rastrear la esencia del club
Atlas –un querible y desconocido equipo de Primera División
D, el peor promedio histórico de todas las categorías
de la AFA–, chocó contra la aparición
intrigada e inquieta de Juan Carlos Verón; irrumpió
desde un territorio impreciso, que no terminaba de ser la
cancha y no se animaba a convertirse en el terreno de una
casa. El hombre se presentó avalado por la autoridad
de tres perros, que no parecían dispuestos a dar la
vida por los colores de Atlas, y mucho menos por su amo: “Mi
padrastro es el casero del club. ¿Usted qué
quiere?”:
–Soy periodista de... estoy haciendo una nota sobre...
–¿Usted es periodista? ¿Seguro? Entonces
me tiene que ayudar. Tengo una nota que le va a servir.
Por cómo pintaba la cosa, la esencia de Atlas no iba
a ser develada esa tarde gris de 1998. A cambio, Juan Carlos
–hombre de edad indefinida y gestos eléctricos–
convidó unos mates. Del bolsillo de su pantalón
sacó una bolsa de nylon, que protegía unos recortes
de diarios, ya amarillentos. “Ve, éste, el de
la foto, soy yo...” Juan Carlos miró a su interlocutor
y volvió a señalar la foto. En realidad se miraba
a sí mismo, buscando una identificación que
sólo para él podía ser instantánea;
en las fotos (11/10/67, Crónica y Clarín) apenas
se veía a un bebé recién nacido, respaldado
por títulos y epígrafes: “En la escuela
Lemos nació y lo bautizaron”, “Emotiva
ceremonia”, “Casamiento y bautismo”. La
incomodidad de un breve silencio obligó a Juan Carlos
a activar el interés del cronista: “Yo soy millonario,
pero desde hace más de 30 años estoy esperando
que me lo reconozcan”.
La situación no tenía salida. Juan Carlos echó
de un grito a los perros; se ve que no quería más
testigos para su exposición: “Mis padres vivían
en Hurlingham. Hubo una gran inundación. Mi madre estaba
a punto de dar a luz. Nos rescataron y yo nací en Campo
de Mayo. Me bautizaron en una ceremonia. Un coronel se hizo
cargo de mí, como padrino. El Ejército me donó
un crucifijo de oro y diez mil pesos. Depositaron la plata
en distintos bancos, pero nunca los pude cobrar. Soy millonario,
pero la gente de acá, ignorante, se burla; dicen ‘qué
vas a ser rico, si vivís como un villero’. Otros
me tratan con respeto, saben que algún día,
cuando cobre, los voy a ayudar”.
Juan Carlos ensaya luego un caótico relato de su vida.
La sucesión de fracasos y desgracias (abogados que
lo engañaron, un accidente que lo tuvo al borde de
la muerte, una breve y sombría internación en
la Colonia Montes de Oca) parece irradiar, sin embargo, una
suerte de ensoñación consoladora, confiada a
una redención siempre futura, inmune a la realidad
tangible.
–¿Siempre lleva encima esos recortes de diarios?
–Sí, claro. Son mi documento de identidad.
El artículo menciona a su padrino, el coronel Raúl
Pablo Aguirre Molina, director de la escuela General Lemos,
y a su madrina, Argentina Chiessa, directora de la escuela
de enfermeras del Ejército. Juan Carlos no sabe bien
qué pasó con él después de las
fotos y los aplausos, pero sí se ve a sí mismo
a los seis años, repartiendo leche en la calle. Sabe,
también, ya mayor de edad, de trámites y burocracias;
le dicen que se deje de molestar, que la plata se perdió
con las sucesivas devaluaciones y cambios de moneda. Y sí:
que Onganía, que el Rodrigazo, que la tablita, que
el Plan Austral, que la convertibilidad. Ni el crucifijo de
oro sobrevivió. Sólo queda la foto.
La despedida, aquella tarde, incluyó promesas de “investigación”
que nunca se cumplieron. Otros vaivenes regulan la rutina
periodística de la sección espectáculos:
un nuevo disco de Caetano Veloso, la enésima entrevista
a Víctor Heredia, el ciclo Buenos Aires no Duerme.
Seis años después, una mezcla de curiosidad
y nostalgia dirige un nuevo periplo al barrio Los Naranjos.
Las estadísticas y las encuestas hablan de crecimiento
sostenido, de bancos que recuperan depósitos, de la
clase media que vuelve a confiar; todos datos y percepciones
tan confiables como imposibles de verificar en este rincón
del conurbano profundo, donde las variables emocionales se
visualizan a través de otros signos. Juan Carlos aparece,
saluda e invita un mate, como si no hubieran pasado los años.
Cuenta que está cantando en una banda de heavy metal
cristiano, y que si Dios quiere, un productor evangelista
lo llevará de gira por el exterior. Dice que en el
barrio no le creen, pero eso –el escepticismo ajeno–
lo viene acompañando desde que era chiquito. De pronto
se pone serio y busca algo en el bolsillo de su pantalón.
Son los recortes de Crónica y Clarín, más
viejos, más amarillos. Vuelve a señalar la foto.
Está igualita. Una sensación extraña
–como si la certeza de un destino irreversible neutralizara
las oscilaciones anímicas que testean las encuestadoras–
domina el ambiente cuando Juan Carlos pregunta y diagnostica:
“Y usted, ¿pudo hacer algo con la historia que
le conté?” |