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La historia como línea
quebrada |
Por Susana Viau
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Altibajos, ciclotimias,
inestabilidades, hoy estamos mañana no estamos, de la
gloria a Devoto. Podría decirse que en este país
se vive con el corazón en la boca, que no aflojan, no
te dan respiro. Argentina no es Suecia, dicen. Pero Suecia ¿qué
es? ¿La vida previsible? ¿La seguridad de que
mañana será igual a hoy y hoy es la fotografía
de lo que ocurrió ayer? ¿La convicción
de que la puerta de casa puede quedar abierta y la bici apoyada
junto a un árbol sin que a nadie se le ocurra manotearla?
¿O es el volcán apagado que de tanto en tanto
estalla de locuras y arroja el cadáver de una ministro
de Relaciones Exteriores acuchillada en un centro comercial
o el de un premier sepultado según el rito vikingo, después
de haber sido baleado una noche como cualquier otra, a la salida
de un cine?
A lo mejor hay que concluir que ninguna sociedad tiene una existencia
mesetaria y ese ideal sólo existe en pequeñas
burbujas sostenidas para preservar el capital financiero y el
secreto bancario. El resto, cuáles han sido los años
buenos o las épocas malas, es materia opinable, zona
gris, tierra de nadie, así o asá, según
la cara del cliente. Y porque nunca llueve al gusto de todos,
los ’80 fueron tiempos de desperezamiento democrático
para algunos y de caos y desgobierno para otros, que no se animaron
a añorar en público la mano dura y la pax romana.
Luego, los ’90 fueron prodigiosos para los disconformes
de los ’80 y un baño de abyección para quienes
soñaban con un destino más elevado que el de la
paridad cambiaria. Ni qué decir de lo que vendría
más tarde: la renuncia del vicepresidente cayó
como un bálsamo sobre los asqueados de la década
anterior, hartos de que nunca nadie pusiera en evidencia la
esencia instrumental del poder; por el contrario, los protagonistas
de la fiesta finisecular lo estigmatizaron como un acto de debilidad
enfermiza y caricaturizaron el gesto convirtiéndolo en
huida perpetua.
La revuelta de diciembre de 2001 consagró el imposible
acuerdo respecto al arriba y el abajo, al estar en la cresta
de la ola o en el fondo del mar. Mientras en las cuevas del
microcentro o en las salas de reunión de los directorios
se diagnosticaba que el tumulto callejero era el precio a pagar
por haber abandonado el dogma y ahí estábamos
ahora, hundidos hasta el cuello en el descrédito –nunca
mejor dicho–, por la calle mucha gente suponía
que, al revés, la caída se había detenido
y se estaba en camino de regreso al mundo real. Nunca coincidiremos,
pues, acerca de la noción de crisis. Mal que nos pese,
los sueños placenteros de unos son pesadillas en las
madrugadas de los otros; la felicidad de una parte de la humanidad
se edifica sobre la desdicha de la otra media. Pero estaríamos
fregados si los soñadores y los felices fueran siempre
los mismos, si la vida no fuera inquietante como es, si la historia
no fuera una línea quebrada.
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