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¿Es locura u otra cosa? |
Por Eduardo Aliverti
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Porque uno supone
que un loco puede chocar con la misma piedra un montón
de veces salvo que alguna de esas veces el golpe sea brutal.
Un perro, igual. Si lo fajan de cachorro porque hizo pis o caca
donde no debe, el animal normalmente aprende. Y un chico más
o menos lo mismo. Si toca algo que está hirviendo, no
volverá a hacerlo. Uno habla, cree, del común
de los locos, los perros y los chicos. Bueno: el común
de la sociedad argentina es capaz de hacerse pelota contra evidencias
incontrastables con una facilidad que uno no cree que tengan
los locos, ni los perros, ni los chicos.
A lo largo de estos 17 años, respecto de ese período
puntual y también hacia atrás, los argentinos
fueron una máquina de quemarse con leche y seguir muy
plácidos al lado de la misma vaca. No se puede creer,
sin ir más lejos, que un grueso tan apreciable de este
pueblo siga creyendo que la inseguridad se arregla con mano
dura, en su acepción de primero tiro y después
pregunto. Pero no estimo que haya un botón de muestra
más espeluznante que el entusiasmo con Martínez
de Hoz-tablita cambiaria-dictadura repetido, a la perfección,
con Cavallo-convertibilidad-la rata. Repetido dos veces, en
realidad, porque aunque la memoria colectiva parece no registrarlo
(o no querer hacerlo) la vaca volvió a estar durante
la gestión del androide Fernando de la Rúa. Y
es que además no estamos hablando de un espasmo sino,
casi, de la reiteración de una “época”
entera, visto desde las expectativas populares. Pensé
muchas veces si acaso no deben contemplarse atenuantes, del
tipo “hay influencia de generaciones diferentes”
o “la caída del Muro significó el quiebre
de utopías constitutivas e incluso los sectores más
lúcidos se entregaron, abrumados, a los cantos de sirena
de la globalización neoliberal”. Ma’qué.
Entre una imbecilidad masiva y otra hay apenas diez años
de distancia. Y si la gente más lúcida perdió
el horizonte analítico no ya por una depresión
generalizada, sino por incapacidad de otear un futuro en manos
exclusivas de la bestia ora imperial, ora de capitales transnacionalizados,
que se meta la lucidez un poco más abajo del final de
la espalda.
El seguro de cambio cuando los milicos y el 1 a 1, cuando el
roedor. Los paraguas de Taiwan y las latas de foie gras. El
déme dos de Miami y la invasión criolla al exterior
europeo y brasileño (y Miami otra vez). La caída
del Banco de Intercambio Regional (BIR), en 1980, para despertar
a la clase media de su sueño de patria financiera, y
el corralito de Cavallo sólo un par de décadas
después, y antes el Tequila, para despertarla de lo mismo.
La integración al mundo para ser más competitivos,
las dos veces, las tres veces, para caernos del mundo. La amenaza
del aislamiento internacional, las dos veces, las tres veces,
para no aprender que estamos mejor solos que mal acompañados
(“Unplugged”, como muy bien describió Alfredo
Zaiat, en este diario, en el Cash de hace un par de domingos).
¿Se llama locura eso? ¿O es la prueba quizá
incontrovertible de una mentalidad pasatista, siempre introspectiva,
cínica, desentendida no sólo de la suerte de los
más débiles sino de la propia? Uno se acuerda
del ‘95, cuando las urnas estallaron de votos por la rata
y ya estaba claro que la rata era la rata. No era el patilludo
del ‘89 que prometía salariazo, revolución
productiva y recuperación de las Malvinas a “sangre
y fuego”. No, no, no.
Está bien. Estos 17 años también dan para
conmoverse con otras cosas que demuestran los reflejos y la
ductilidad de los argentinos. Lo que se llama “movida
cultural” siguió firme aun en los peores momentos.
Las asambleas, las cacerolas, las fábricas recuperadas,
ese estar siempre atentos a ganar la calle, la fuerza de algún
periodismo. Y a la par todo eso otro que hace que uno, todo
el tiempo, dude entre vivir para gozarla y suicidarse. Más
que “locura” a secas es probable que deba hablarse
de una tendencia esquizofrénica.
Tal vez no haya que darle más vueltas y ése sea
el dichoso Ser Nacional.
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