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¿Serrucho o mandolina? |
Por Osvaldo Bayer
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Mamita, qué
serrucho! Claro, para los que volvimos del exilio con la fe
en una democracia nueva. Con la gran oportunidad de fundar ya
una democracia para siempre. Pero no, ligamos lo habitual: los
dos partidos únicos que nos gobernaron desde siempre.
Siempre más de lo mismo son las palabras señeras
de nuestra democracia. Siempre, siempre así. ¡Cómo
tuvo que moverse el diario desde que apareció, emparejar
las ilusiones de sus periodistas con las realidades de todos
los días! Lo de Alfonsín fue como todo gobierno
radical, un idilio de sobremesa. Se come bien, se habla de cosas
agradables, se toma un bajativo y vienen las despedidas y los
abrazos con golpecitos. Si el peronismo es ir a comer los ravioles
con la vieja los domingos, el radicalismo es otra cosa: se va
de saco y corbata y en la mitad se sacan los sacos, las camisas
se arremangan, las corbatas se bajan por el nudo, y se sigue
comiendo. Hasta que se oyen las patadas de los militares en
la puerta.
Todos éramos argentinos hasta que Rico tocó el
clarín con sus nalgas y todo se arregló de manera
radical con el Felices Pascuas. Volvimos a ser todos argentinos.
Menos los presos que venían condenados por la justicia
de los desaparecedores. A ésos ni justicia porque para
que la casa estuviera en orden había que dejarlos en
la cárcel. Eran, señor, izquierdistas.
A esos presos fui a visitarlos a Devoto un domingo de enero
a las dos de la tarde, con la noruega Liv Ullman. Ella no podía
entender. En una democracia. Le expliqué que era una
democracia radical. Después cuando vinieron la Obediencia
Debida y el Punto Final quedó todo más claro.
Cuando varios años más tarde, también en
un gobierno radical, el de De la Rúa, le pregunté
al ministro Storani por qué a los militares desaparecedores
Punto Final y Obediencia Debida, y a los guerrilleros de La
Tablada prisión de por vida. Me contestó: porque
de una vez por todo se tiene que aplicar la Justicia en la Argentina.
Sí, le contesté, pero usted levantó el
brazo en diputados para dejar libres a todos los militares,
me respondió mirando el horizonte: sí, pero aquella
vez se me fue el alma. En la sobremesa quedaron migas mezcladas
con lágrimas de yacaré. Pero la muchachada radical
siguió adelante.
Página/12 me siguió en mis melancolías
del regreso: ese soñar con una República donde
se aplicaran muchas cosas aprendidas por la humanidad después
de sus tragedias. Por ejemplo esa Alemania que cambió
hasta el nombre de su ejército, todos los programas y
profesores de sus institutos militares, y puso observadores
del Parlamento en su seno. Aquí vine con la televisión
alemana a filmar nuestro colegio militar. Y filmé el
cuadro de Videla en su salón de actos. Y al mejor cadete
de cuarto año que sostuvo (1992): “El mejor militar
de la historia del mundo fue el general Videla, que nos salvó
del marxismo internacional”. El serrucho. El cuadro del
desaparecedor fue bajado doce años después por
Kirchner. Kirchner. Y el cadete de cuarto año hoy debe
ser capitán y debe haber custodiado la comida sospechosa
en el quincho de generales no democráticos y ex ministros
lamedores de uniformes de hace pocos días.
Alfonsín abandonó la Casa de Gobierno como Yrigoyen
e Illia. No se quedaron defendiéndola hasta el final.
A Alfonsín lo siguió Menem donde los ravioles
del domingo con la vieja se transformaron en menús en
hoteles árabes para elegidos, con miembros de la corte
internacional de inversores o acreedores. Lo único bueno
que hizo el riojano –nada de Facundo ni de Chacho–
fue eliminar el servicio militar. Yo, que hice un año
y medio de ese servicio en el que me convertí en sirviente,
lo festejé con petardos en el patio de mi casa. Allí,
en aquellos cuarteles todo era humillación y vejación.
Bien. Después hubo la clásica conversación
entre los dos partidos y la sobremesa fue con caviar en Olivos,
combinación de Alfonsín y Menem, un golpe en la
nuca para la democracia. Y para un país cuyo signo evidente
fue la inmoralidad. Desde la Corte hasta los gordos y el Barrionuevo.
Después la nada. De la Rúa. Pero la gente en la
calle. El fin de la sobremesa con confites y sonrisas televisadas
por patadas bien apuntadas al trasero. La pobre República.
Pero enseguida el acuerdo entre los dos partidos eternos que
fundaron una sui generis democracia radical-peronista. Ahora
Kirchner, una mesa que se está sirviendo en un campamento
con ganas de marchar al amanecer. ¿Nos tocará
el serrucho otra vez? ¿O una mandolina para tocar en
días más felices?
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