El 26 de mayo de 1987, Diego Armando Maradona descansaba
reluciente de gloria en la cúspide de su carrera deportiva.
Menos de un año atrás se había consagrado
campeón del mundo con la Selección Argentina
en México; el 10 de mayo del ‘87 dio la vuelta
olímpica con el Napoli, un equipo de segunda categoría
que en 60 años de calcio jamás había
logrado el Scudetto. Un mes después, el 13 de junio,
volvió a ganar un título con el Napoli, la Coppa
Italia. Nada rozaba por entonces el prestigio del más
grande futbolista del momento y de la historia.
Desde aquel día, cada aniversario de Página/12
ha jalonado, lamentablemente, un descenso en la inexorable
pendiente que condenó al astro al pantanoso presente
en el que va sumido, mientras continúa fiel a su estilo,
gambeteando la tragedia.
Aquellos de la segunda mitad de los ‘80, mientras este
proyecto editorial se consolidaba, fueron los años
dorados del pibe de Fiorito, tardes mágicas de fútbol
que, paradójicamente, solo un puñado de argentinos
siguió de cerca, pero que cimentaron definitivamente
la condición simbólica del ídolo transformado
en icono nacional. Los años en los que Maradona soñaba
con desempolvarse la Camorra y empezar una nueva vida en Marsella,
pero en los que, mientras tanto, ganaba la Copa UEFA justo
una semana antes del segundo aniversario de este diario, y
el segundo Scudetto del Napoli un mes antes del tercer cumpleaños.
El pasaporte que lo acreditaba como Embajador para Asuntos
Deportivos de la Argentina, que Carlos Menem le entregó
en junio de 1990 –hace 14 años– en Italia,
jugó un papel verdaderamente documental: fue como si
en él pudiera consignarse el paso a paso en el despeñadero.
Mientras Osvaldo Soriano relataba su embobamiento ante la
manera en que Diego lo ninguneaba haciendo jueguito con una
naranja, y las crónicas de Italia ‘90 acababan
en la quema de la bandera en Trigoria, el escándalo
que salpicaba al astro aquí y allá encontraba
más lugar en estas páginas.
El cuarto aniversario nos encontró unidos pero entristecidos.
Exactamente un mes antes, el 26 de abril, se había
disparado el episodio del departamento de la calle Franklin
en Caballito. Maradona había jugado su último
partido en el Napoli en marzo, vuelto a Buenos Aires, había
sido descubierto y condenado. Le tocaba ser víctima,
sumando centímetros de saña.
La pendiente se aceleraba con el aburrimiento y la inactividad.
Para el quinto aniversario, Diego había comprado a
Charles en 2,5 millones de dólares para cedérselo
a Boca, y desafiaba a la FIFA jugando un amistoso a beneficio
de la familia de Juan Gilberto Funes, y la multinacional del
fútbol se desgañitaba amenazando con suspender
a los que jugaran con Maradona...
Pero el astro, como el país-fénix, siempre ha
regresado de sus cenizas, un retorno circular, como lo han
comprobado en su piel los cronistas de la Suizo-Argentina.
Aquel sexto aniversario de 1993 se cruzó con Maradona
jugando en el Sevilla, preparando su bronca con Bilardo y
su romance con Basile, renovando esa identificación
entre Diego y la Selección, tan fuerte que todo el
equipo decidía, en mayo de 1994, no viajar a jugar
a Japón porque a Diego no le daban la visa para entrar,
a causa de su adicción.
En un año, del siete al ocho, pasó de todo,
como en un ardoroso picado de barrio: le cortaron las piernas,
se hizo entrenador de Racing, renunció cuando Juan
Di Stéfano perdió las elecciones. Diego volvía
a volver, aunque el descenso en espiral fuera irrefrenable.
Y volvió a Boca para el noveno aniversario, y estuvo
dándole en el décimo, hasta que una tarde el
Bambino Veira le pidió a Juan Román Riquelme
que se preparara para entrar, en la cancha de River, a reemplazar
al ídolo. Y no volvió más.
Lo demás pertenece a una mala crónica policial.
La pelea pública con Passarella, la época de
la vincha, Punta del Este, el cumpleaños número
13 en La Pradera, el divorcio de Claudia y el de Guillote,
la Suizo. Pero todavía está. Para joderles la
existencia a unos cuantos, frígidos futbolistas que
lo juzgan como si fuera un criminal más deleznable
que los que se robaron chicos y tomaron la vida de otros.
Y seguiremos escribiendo en los aniversarios. |