¿Venimos
a ser un país con la gente adentro o con la gente afuera?
¿Argentinos a las cosas o argentinos a sus cosas? Ese
otro termómetro les mide la fiebre, hoy, a diferentes
sectores, y da cuenta de qué le tocó a cada
quien en la repartija de cartas, si un aceptable 3 de oros
o un fatal 4 de bastos. Los que sobrevivieron al huracán
del 2001 y siguieron comprando merluza congelada y aceto balsámico,
los que se aficionaron al tomate cherry y hasta llegaron a
degustar endivias, probablemente también sigan ahora
llegando a sus casas, chequeando sus mails, desfreezando cualquier
cosa que el microondas convierta en una cena en cinco minutos,
llamando al delivery de videos, chateando con algún
amigo que acaso viva en España o acaso en el quinto
piso del mismo edificio, recibiendo una vez por mes el pedido
de verdura orgánica, mirando por las noches el canal
Sony, prefiriendo lo acolchado, lo perfumado y lo controlado
del mundo casero, ese mundo casero tan bien provisto y equipado
que ni siquiera hace falta una escapada a la calle.
Los otros, los que sufrieron la estocada de la crisis o los
que jamás conocieron ninguna versión de la vida
que no fuera la de la carencia y el derrape personal, han
hecho de la calle su escenario. La década menemista,
que los parió y los ocultó mientras los focos
sólo se preocupaban por mostrar la ingesta indigerible
de licuadoras con champán, mantuvo a todos esos miles
de acreedores sociales en una especie de incubadora en la
que fueron multiplicándose, tomando conciencia y aumentando
la rabia.
Los taxistas se quejan porque no se puede circular por Buenos
Aires. Es cierto que las calles todos los días están
cortadas porque no terminan de arreglarlas nunca o porque
hay marchas de quince o veinte mil que sacan de quicio a los
Rolando Rivas del nuevo milenio. Va de suyo, entonces, porque
ahora son visibles, que las calles son el escenario en el
que se manifiesta el descontento. Entre los viejos y los nuevos
pobres se anota la mayoría de la población.
Si no tienen casa, si no tienen escuelas, si no tienen hospitales,
si no tienen trabajo, si no tienen partido, si no tienen nada,
les quedan las calles. Las calles siempre están ahí,
y es un error dar por sentado que las calles son un espacio
cuyo sentido y función dominante sea la circulación
de vehículos de transporte público o privado.
Las calles, acá y en todas partes, ahora y siempre,
han sido además y con la misma entidad escenarios por
los que circulan los reclamos sociales, pistas adecuadas para
echar a correr las quejas.
Con esos sobreentendidos que no se revisan y que endurecen
la costra ideológica sobre la que el poder machaca
sin que nadie lo advierta –el poder, no el gobierno,
que son dos cosas distintas–, los que todavía
acceden a la merluza congelada reclaman para sí las
calles y expresan brutalmente el fastidio que les provocan
esos otros que las invaden, las copan y las cortan. ¿Por
qué habrían de ser las calles más de
los conductores de autos que de los conductores de quejas?
El Club de la Merluza Congelada sólo se conmueve si
el desvío en la calle se debe a que la marcha es correctiva
y quienes manifiestan van con nutrias o mocasines. Ahí
sí el hecho de manifestar se inviste del reclamo cívico
con el que el Club de la Merluza Congelada es solidario. Con
los otros no. Los otros, los invisibles, deberían seguir
invisibles, en sus ratoneras, en sus lugares de origen, en
los comedores populares, sin hacer ruido, sin perturbar el
paisaje... que tanto mal le hace al turismo semejante espectáculo
de revolvedores de basura.
Así estamos, unos viviendo en una nube de rúcula
y tantos más de las sobras. Unos adentro, y desde adentro
reclamando también la soberanía de las calles,
y otros en las calles para ejercer, alguna vez, de alguna
manera, un poco, la soberanía sobre sus propias vidas.
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