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El misterio argentino |
Por Sergio Kiernan
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Será un
misterio que dure hasta el día del juicio final, por
la noche. ¿Qué hace de Argentina un país
tan variable? No puede ser el clima, porque donde vayas el barómetro
se aburre de no cambiar más que lentamente y en una banda
estrecha. Buenos Aires siempre húmeda, Córdoba
siempre seca, el Chaco un pantanal, el sur ventoso. Todos los
climas, decía el manual Kapelusz, pero parece que cada
uno en su lugar.
Este buen orden climático no se corresponde con el permanente
vaivén de la vida pública. Los 17 años
de Página/12 –una franja de tiempo arbitraria pero
válida– abarcan del entusiasmo democrático
alfonsinista a la resaca del pingüinismo, la inverosímil
década menemista y la triste parodia de los presidentes-por-un-día.
En el camino pasamos de ser un país de Citroëns
y Gordinis a la disolución de la híper, a las
compras en Nueva York (y Miami, y Londres, y Madrid, y...),
al desempleo, al crack del sobreendeudamiento, a la caída
del Durmiente, al que se vayan todos, al presidente con 20 por
ciento de los votos.
En esta locura, hay dos constantes. Una es el peso de la política
en la vida de la gente. A su vaivén surgen y se esfuman
clases sociales, vuelven los exiliados de la dictadura y se
escapan los del ajuste, hay pueblos que quiebran y
booms inmobiliarios. Los argentinos pensamos el futuro no como
queremos –ni remotamente como queremos– sino como
nos dejan los que organizan terceros movimientos, restauraciones
estatistas o privatizaciones paradigmáticas.
La otra constante es la desorientación, la sensación
de no pegar una. El que se encontró un día con
que su tarjeta de crédito valía algo en el primer
mundo, en el fondo no podía creerlo. Era de no creer
nomás, y el otro Fondo se encargó de cancelar
esa ilusión. Los políticos aprovechan que andar
perdido da la sensación de que las cosas cambian –uno
camina por el bosque, los árboles pasan, hay un claro
o un arroyo, se siente que se está yendo a alguna parte–
cuando en realidad se traza un círculo, como caballo
de calesita.
Mucho más pobres, nos conformamos ahora con que las cosas
no empeoren. Kirchner trata de insuflar un aire de epopeya a
su gestión, pero todo el mundo está curado de
espanto de arengas y banderas al viento. Su capital político
parece consistir en una imagen de honestidad y en la conciencia
de que aunque nadie se crea nada, él cree en lo que hace.
Le alcanza, porque ya quedó claro que una nueva clase
política no cae de los árboles de un día
para el otro.
Esto explica también que los cambios que vivimos en estos
años y que parecen permanentes –la muerte de la
censura, Florencia de la V. superstar, los muchos casos en que
la gente se organiza para lograr justicia o resultados–
son justamente cambios en que los políticos no intervinieron.
Por default, parece que aprendimos a hacernos cargo de algunas
cosas y no dejarles todo a ellos.
Esto quizá sea cinismo, pero también puede ser
un cauto realismo, una admisión de que no éramos
tan geniales después de todo, que el camino debe ser
largo y sin atajos, que no tenemos mucha idea de para dónde
disparar. Si Argentina es un país en recuperación
de sus delirios políticos –paciente de Megalómanos
Anónimos– esta fase debe ser aquella en que nos
paramos y decimos “mi nombre es Argentina” y confesamos
nuestra adicción.
Es entonces cuando se pasa a hablar de buena administración,
de ley, de honestidad en la cosa pública, de inversión
a largo plazo, de respeto a los derechos humanos, lo que irrita
a más de uno. Son los que aman la gesta y desprecian
como gerentes a los que se toman el trabajo de pensar domésticamente.
Por así decirlo, a los que plantan robles sabiendo que
toma veinte años que parezcan árboles. Como suele
repetir un pensador de cabotaje local, nadie está dispuesto
a dar la vida por un presupuesto balanceado. Tiene razón.
Pero se olvida de que tampoco nadie va a matarte por un presupuesto
en orden.
En 17 años, la disolución de sus sueños
descolocados dejó a este país más triste,
más realista, con una agenda donde figura en alto darles
de comer y mandar a la escuela a muchos, muchos chicos. No es
hora de ser Potencia, Primer Mundo o fanal de los no alineados.
Que haya un poco de previsibilidad, que no es sólo una
chicana de los bonistas.
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